90 primavera - Verano 2010 Pero esta visión no es gratuita. Cuando la autoridad, la institución o el sistema educativo usa la evaluación para premiar o castigar administrativamente; cuando los discursos de evaluación contienen siempre referencias a decisiones de remoción o contratación de las personas evaluadas; cuando al tener una decisión ya tomada se apela a iniciar un proceso de evaluación para legitimarla, etc.; cuando sucede todo esto cotidianamente desde el nivel del aula hasta el del sistema educativo como un todo, es difícil esperar que evaluar tenga un significado distinto a este que se atribuye a “los clásicos”. La evaluación: miradas posibles La evaluación, más aún la evaluación educativa, sigue en gran medida anclada en esta visión tradicional de premio-castigo que parece evidenciar que por más discursos y documentos constructivistas no hemos logrado trascender como sistema educativo el modelo conductista más elemental. Pero existen otras miradas posibles, educativamente auténticas y pertinentes unas, sesgadas y alejadas de finalidades educativas, otras. Estamos, entonces, como en casi todo lo humano, frente a un término polisémico y multidimensional que puede ser mirado casi desde tantas ópticas como actores intervengan. Veamos algunas de ellas: 1. La evaluación como mecanismo de control: desde una mirada simplificadora, se establecen frecuentemente procesos de control de los recursos y de las personas con el elegante nombre de evaluación. 2. La evaluación como medio para la obtención de recursos: sobre todo en el ámbito de la educación pública, se liga evaluación con asignación de recursos monetarios o de materiales y equipo e incluso con compensaciones económicas para los propios docentes y directivos. 3. La evaluación como legitimación social: también es frecuente encontrar –sobre todo en el mundo de hoy en que evaluarse, acreditar, certificar están tan de moda– procesos de evaluación que persiguen fines externos a la propia institución educativa, porque se usan para legitimarse socialmente y obtener más solicitantes, más alumnos, un crecimiento a partir del posicionamiento de márketing que se sustenta en esta “evaluación”, más que basado en un mejoramiento real de la calidad académica y educativa. 4. La evaluación como ejercicio de poder: los procesos evaluativos también se usan muchas veces para ejercer poder sobre los demás, para afirmarse en un cargo directivo y generar obediencia y seguimiento acrítico por parte de los subordinados o los educandos. 5. La evaluación para la promoción o remoción: contra todo lo que dicta la literatura sobre evaluación educativa, los procesos evaluativos se usan también para sustentar procesos de toma de decisión sobre promociones o remociones de personal docente, cosa que pervierte este proceso y hace que la evaluación siga siendo vista como “lo que no queremos que otros nos hagan”. 6. La evaluación como ilusión de simplificación: existe también la ilusión, que se plantea desde los enfoques de planeación educativa –incluyendo el conductismo y cierto tipo tecnocrático de educación por competencias–, de que “todo lo que sucede en el proceso educativo puede y debe ser evaluado”. Con esta perspectiva llegamos muchas veces a revertir y pervertir el proceso educativo, orillando al docente a invertir las prioridades. De este modo, en vez de “evaluar lo que se enseña” se concrete solamente a “enseñar lo que se puede evaluar”. Estos tipos de evaluación, sumados a la visión utilitarista y práctica que es propia de nuestros tiempos –en la que solamente es importante y debe incluirse en el proceso educativo aquello que claramente “sirva para algo”, en el sentido práctico del término–, hacen que muchas veces se rechacen los sistemas y mecanismos de evaluación y se construyan culturas de simulación en torno a ella.
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