Rúbricas 3

57 Ahora estas búsquedas y encuentros vividos en paralelo se encuentran para brindarnos un libro que, desde ahora, habrá que declarar imprescindible. Un texto que se destaca por el riguroso proceso de investigación y diálogo que lo sustenta, por la contundencia de la información que aporta, por la solidez teórica que lo fundamenta, por la finura de su tejido argumentativo, por su claridad narrativa y, también hay que decirlo, por la enorme dosis de imprudencia con el que ve la luz. Me refiero, claro, al hecho de que este libro se presenta en el contexto de la reciente conmemoración del Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución mexicana. Por eso resulta, cuando menos, un libro incómodo, que pone en perspectiva la forma en que desde las instituciones del Estado y las más diversas jerarquías (la de la Iglesia incluida) se abordó dicha conmemoración, muy lejana de la urgente reflexión social sobre nuestra historia y sobre el desastre en el que se ha convertido nuestro país, justo una reflexión que este libro nos propone. Pero incómodo también para el lector, que como yo no ha podido evitar verse confrontado por sus reflexiones, advertencias y propuestas. Comentar un texto como éste, con los antecedentes que les comparto y con los alcances que tiene es lo mismo un privilegio que una enorme responsabilidad. Probablemente el símbolo más reciente y más evidente del imaginario del poder sobre la identidad mexicana, que tiene en el acontecimiento independentista y en la gesta revolucionaria sus hitos paradigmáticos, lo representa el muy famoso monumento (inaugurado el 7 de enero de 2012), llamado oficialmente la Estela de Luz (pero al que la sabiduría popular ha renombrado como “la suavicrema”). Esta obra fue pensada para ser un hito urbano-arquitectónico emblemático del México moderno y un espacio de conmemoración situado en el Paseo de la Reforma como remate del trazo original de la más emblemática avenida del país (1864). De acuerdo con Felipe Calderón, “por su importancia simbólica y belleza arquitectónica, este monumento se sumará a la majestuosidad de obras tan emblemáticas y admiradas por todos los mexicanos, como son el Ángel de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez o el Monumento a la Revolución. Su morfología “fálica” fue descrita por su diseñador, el arquitecto César Pérez Becerril como: “dos esbeltas placas paralelas de cuarzo (importado de Italia) de 104 metros de altura -dos veces cincuenta y dos, que en el mundo mesoamericano constituían un ciclo completo-; “cada una de ellas simbolizando los dos siglos del bicentenario y las dos culturas que son la esencia de nuestro mestizaje”. Su ubicación espacial y su lugar entre los hitos arquitectónicos a los que se hermana, por sí mismos revelan el imaginario al mismo tiempo homogeneizador y excluyente que sustenta su mensaje. La secuencia de hechos que derivaron en su construcción, en la que se destaca el retraso de quince meses en su entrega, y la develación del despilfarro y la corrupción de funcionarios y empresarios implicados en su edificación, son igualmente reveladores (de 200 a poco más de 1 000 millones de pesos). En más de un sentido y de manera paradójica, ese monumento materializa algunos de los muchos elementos que son objeto de análisis en el libro que hoy presentamos. Así, a contrapelo del banal discurso celebratorio, Maru y Jorge, proponen una honda reflexión histórica sobre la construcción discursiva de nuestro ser colectivo, que tiene como ejes analíticos dos grandes procesos: La constatación de que: 1. La sociedad mexicana se ha caracterizado históricamente por la desigualdad y la discriminación y por una identidad colectiva de rasgos clasistas, sexistas y racistas sustentada en atributos bioculturales, identificados en principio por el color de la piel y la herencia de sangre que tienen en la figura de las castas coloniales, primero y del mestizo después de la independencia, su imagen más evidente 2. La ideología dominante, impulsada por la élites nacionalistas de cada momento histórico, fundamentada en los argumentos de destacados intelectuales igualmente nacionalistas, que legitima y da cuerpo a esta identidad, pretende generar un imaginario de que en nuestro país el racismo era inexistente o en todo caso irrelevante, al tiempo que se ensalzaban las bondades de la preeminencia masculina y del necesario blanqueamiento de la piel, como condición de mejora de la raza mexicana, lo que favoreció un perfil autodenigratorio, machista y excluyente. II. Hay un elemento conceptual que atraviesa todo el hilo argumentativo del texto. La noción de identidad, un concepto problemático como pocos, que, sin embargo, es retomado a partir de distanciarse de la atribución esencialista y estática que lo ha caracterizado, para entenderlo como el proceso de ubicación cognitiva, emocional y simbólica en el tiempo y en el espacio, ubicación que se va elaborando, deconstruyendo y re-elaborando a partir del reconocimiento y la diferenciación, y que es el mecanismo que permite procesar experiencias y acontecimientos. Esta noción relacional del concepto de identidad es crucial para comprender la elaboración de una noción de mexicanidad forjada justamente a partir de la selección de hechos históricos y la interpretación de sus significados como base para establecer diferenciaciones internas y sustentar una estratificación de la población. Una identidad que debe mucho al entrelazamiento de relaciones de dominación en el que confluyeron los afanes del Estado y la Iglesia, referentes institucionales del poder, que con el soporte legitimador de no pocos intelectuales nacionalistas, se disputaron siempre la definición última de lo que es la “auténtica” nacionalidad mexicana: la ideología mestizante y el guadalupanismo.

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