59 Estado. La sociología criminal, influida por las premisas de la teoría jurídica de la “defensa social”, hizo propuestas concretas para atajar la criminalidad considerando que se trataba de una tendencia innata en determinados individuos y grupos étnicos, de lo que se desprende el delito de “portación de cara”. Las políticas demográficas encararon el problema de la despoblación del país promoviendo la inmigración de individuos de raza blanca. Finalmente, los médicos y psiquiatras que adoptaron los supuestos de la eugenesia y de la higiene mental establecieron un conjunto de medidas para controlar la reproducción de “indeseables”. En su momento, el planteamiento de impulsar una mutación racial cuyo sentido era determinado y guiado por el Estado tuvo un impacto profundo. La ideología de la depuración racial sirvió de punto de apoyo a la nueva política de masas basada en la organización corporativa de las clases obrera y campesina y en la construcción de una religiosidad laica, sustento simbólico de la legitimidad estatal que se propuso disputar a la Iglesia y a la figura de la “virgen morena” su legitimidad unificadora. De este modo, se fortaleció la nueva forma de nacionalismo construido en torno a la representación de una sociedad unificada alrededor del mito revolucionario y sus precedentes liberales, y al Estado que lo encarnaba. El programa de transformación emprendido desde los ámbitos médico, psiquiátrico, antropológico, sociológico, demográfico, judicial y mediático configuró un “bloque ideológico” dentro del que circularon y fueron intercambiadas premisas básicas de la cuestión racial. Desde ahí fue construida y articulada la utopía de forjar un “hombre nuevo”, concebido como la partícula elemental de la nación revolucionaria y de las organizaciones de masas. La construcción ideológica del mestizaje revela así el imperativo nacionalista de la homogenización total y la mejora de la raza como exigencia de inclusión y acceso con plenos derechos ciudadanos a la nación. Los indígenas y los otros “de color” debían pasar por la purificación mestiza, transformarse en mestizos, so pena de incorporarse en la larga lista de sujetos con atributos indeseables: feo, tonto, malo, flojo, etcétera. Pero este edificio ideológico cruje ante el discurso multiculturalista que impone la mundialización; la presencia actual del indio resulta una diferencia problemática, amenazante para la nación. De ahí que la conducta paternalista y apostólica de las élites y la aceptación formal de derechos consagrados internacionalmente, se conjuga con su miedo paranoico: […] el indio abandonado a sus fuerzas no podrá remediar su situación, sólo la ayuda de los hombres superiores redimirá al indio. Pero si se le educa demasiado, el indio puede desarrollar un “carácter maligno”, volverse arrogante contra el “blanco” y sentirse con la fuerza necesaria para emprender la recuperación de sus territorios. Por eso, “sería peligroso poner a los indios en estado de entender los periódicos” (advertencia de Lucas Alamán). Es célebre el ofrecimiento del perdón de Carlos Salinas a los indios del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) en 1994, lo es más y más temible, la respuesta zapatista: ¿quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo? De igual modo, puede entenderse la negación del Estado a reconocer los acuerdos de San Andrés, previamente firmados y valorarse mejor, el digno silencio zapatista. Hoy, los pueblos indios, muchos de los cuales se debaten en la más terrible miseria y abandono (como hemos podido constatar en la tragedia humanitaria del pueblo rarámuri), siguen siendo objeto de “interés público” y sus derechos colectivos se encuentran gravemente acotados, sus territorios asediados y sus experiencias de organización autónoma, que se desarrollan en el campo de la salud, la educación, la procuración de justicia, la producción, estigmatizadas y perseguidas. Muchos de sus dirigentes han sido asesinados o están en la cárcel. Para nuestros autores, el mestizaje es mucho más que el cruce de razas diferentes: El modelo de percepción de las alteridades propia de la ideología mestizante, más que una real y efectiva fórmula de cohesión e integración, ha generado sus propias exclusiones, teniendo en el centro la herencia negativa de la violación sexual de la mujer india y africana, “botín de guerra para los vencedores” (Manrique, 1999), que deviene en la construcción estereotipada de la mujer como objeto reproductor sumiso y humillado, del indio vencido y despojado como expresión contundente de la capitulación de los inferiores en una empresa eminentemente masculina; y su resultado es el producto de esa violación: un sujeto híbrido de sangre impura y vil, piel morena tras la que se mantiene firme e intocable, como expectativa, el ideal de la piel blanca, que representa, en nuestra tradición mexicana, la mejor garantía para acceder a la cúspide del aprecio social y al goce de ciertos privilegios. De ahí la ambivalencia del mestizo como construcción identitaria. Por un lado se le ensalza como símbolo del éxito cultural y biológico de la fusión racial, pero al mismo tiempo, es apenas un esbozo de la raza superior que se aloja en mayor o menor medida, debajo de su piel. Si ha de ser, deberá lavar generación tras generación, los resabios oscuros que lo acercan más al indio o al negro, pigmentos que son la medida de la distancia de su propia realización que se halla, siempre como promesa, en su blanqueamiento definitivo.
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