52 Otoño-invierno 2012 Introducción. Una lectura de la ciudad desde la noción de El derecho a la ciudad de Henri Lefebvre Pensar la ciudad contemporánea, sus contenidos y sus límites, que se manifiestan en las particulares formas de producción y apropiación del espacio,1 supone asumir, desde una perspectiva crítica, la complejidad que entraña su historicidad. En un artículo reciente, el urbanista español Álvaro Sevilla (2011) advierte que, probablemente, no hay un autor más citado y que mejor haya contribuido a la reflexión sobre la ciudad contemporánea y su espacio social, que el filósofo Henri Lefebvre. De su vasta obra debemos destacar, en particular, su libro más político: El derecho a la ciudad, publicado en 1968. Como bien recuerda Sevilla, a contrapelo de las alusiones a tal derecho genérico como mero acceso a los servicios que la ciudad ofrece, el célebre pensador francés desarrolló el concepto inscribiéndolo en un programa político para el despliegue de la autogestión urbana generalizada. Se trataba así, de un meta-derecho que, en la perspectiva autogestionaria lefebvriana, incluía: a) El derecho a la obra, partiendo de la convicción de que la ciudad es un artefacto colectivo, caracterizada por su valor de uso en cuya creación los ciudadanos tienen derecho a intervenir activamente b) El derecho a la apropiación, como usufructo y transformación creativa de los recursos que el espacio contiene para desplegar ahí lo que Giuseppe Campos Venuti denominó las Libertades Urbanas c) El derecho a la diferencia. Es decir, a no ser clasificado y determinado de manera heterónoma y forzosa, por poderes necesariamente homogeneizadores (Gilbert & Dikeç, 2008:259, citado por Sevilla, op. cit.). Un derecho que 1 Que implican no sólo los procesos sociotécnicos, sino las representaciones simbólicas y dispositivos instrumentales, mediante los que se descubren determinadas relaciones de poder. se expresa en la determinación de una producción socioespacial, es decir, material y subjetiva, de sujetos cuyas demandas, necesidades y potencialidades son necesariamente distintos, lo que deriva en un reto mayor: la aventura de construir un tejido social y un hábitat, que sustenten y promuevan una igualdad sin homogeneización y un reconocimiento de las diferencias sin discriminación (Sánchez Díaz de Rivera, 2011) d) El derecho a la centralidad, que Lefebvre entendía como síntesis de los derechos anteriores, más allá del derecho al uso de los espacios centrales o a la dispersión de la centralidad urbana en las periferias, como participación ciudadana plena y activa en la toma de decisiones y su puesta en práctica, el control de los mercados y las inversiones, en definitiva, el derecho al protagonismo en el despliegue de las nuevas cadenas de socialización y valorización de la realidad, así como en la producción de sentido e identidades, lo que implica el acceso a crecientes cuotas de poder no delegado por parte de los habitantes que producen, no sólo la centralidad espacial de las ciudades, sino su propia centralidad como sujetos a partir de su diversa actuación cotidiana. David Harvey (2008) sintetizó esta propuesta al plantearse la cuestión de qué tipo de ciudad queremos: […] no puede estar divorciada de la que plantea qué tipo de lazos sociales, de relaciones con la naturaleza, de estilos de vida, de tecnologías y de valores estéticos deseados. El derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad. Es, además, un derecho común antes que individual, ya que esta transformación depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización. Son estos principios los que guían nuestro análisis de la índole de los procesos que se suceden, en esta comunicación particular, en la producción de periferias urbanas. La periferia como problema El interés por la constitución y desarrollo de la urbanización de las periferias radica en que en ellas, en sus diferentes expresiones, actualmente se están gestando y emergiendo lo que parecen ser nuevas y renovadas formas de vida social cuyas manifestaciones ponen en tela de juicio el concepto mismo de ciudad. Su abordaje se puede encuadrar en una pregunta más amplia: ¿Cuáles son las grandes tendencias de la organización del espacio de las metrópolis y qué relación tienen estas tendencias con los proyectos de vida de los habitantes urbanos?, una pregunta que parte de la constatación de una realidad socioespacial, al mismo tiempo política, económica y cultural: […] el tejido urbano se estira al infinito al mismo tiempo que su centro se reorganiza en torno a funciones que no tienen tanto que ver con el entorno inmediato sino con una territorialidad también extendida (que puede ser el planeta entero). La “nueva” ciudad no está allí para revitalizar su entorno sino para conectarse con “el más allá”. Se trata de una ciudad que no hace sociedad. A partir del momento en que la organización del espacio urbano no vuelve visible el lugar de cada uno en relación al de todos, la sociedad se fragmenta, y los que tienen más ignoran a los que tienen menos. Los que tienen más se reagrupan para vivir entre ellos en zonas urbanas de alto costo social. Una primera consecuencia de esta descomposición es la falta de solidaridad de la sociedad. Y en lugar de una reducción de la amenaza debido al incremento de los mecanismos de seguridad, la sociedad se inscribe en la dialéctica de la inseguridad y la violencia (Cuenya, 2004).
RkJQdWJsaXNoZXIy MTY4MjU3