Rúbricas 5

13 nar, conjuntamente con ellos, los fines alcanzables en mutua colaboración y beneficio. Dentro de este marco se delimitan también las responsabilidades que adquieren las partes para mejor responder a las necesidades de unos y otros, así como los alcances y limitaciones de las prácticas propiamente dichas. Finalmente se establece el convenio y se monitorean las responsabilidades compartidas. Una vez establecido el convenio se incorporan los practicantes en la escena bajo la supervisión del profesor, quien previamente ha establecido ante la organización y los estudiantes las metas de la práctica en función de las necesidades y metas de la institución. A lo largo del proceso se registra la intervención y recurrentemente se realiza el análisis de ésta para su discusión en el aula a fin de reflexionar los procesos personales, grupales y el impacto en la organización y realizar los ajustes necesarios en la operación. Si bien las dimensiones descritas se suceden en el tiempo, existen acciones permanentes e indistintamente requieren atender dificultades emergentes durante el proceso; evaluar periódicamente los resultados de la intervención o del convenio (tanto en el nivel de aprovechamiento de los estudiantes como en el beneficio a las metas de la institución) y tomar decisiones conjuntas sobre las estrategias de seguimiento a los estudiantes y monitoreo del desarrollo de la institución. El seguimiento longitudinal y la evaluación continua de los proyectos y vinculaciones relacionadas con las prácticas supervisadas en campo son el recurso que garantiza la formación profesional y ética, basada en una actitud de servicio de nuestros estudiantes. En el seguimiento a estas vinculaciones y procesos de colaboración y trabajo conjunto, el papel del profesor titular de cada asignatura de práctica es medular para determinar la renovación de convenios de colaboración con las instituciones. Estos espacios en los que se logra el robustecimiento del aprendizaje en situación y la aplicación de los conocimientos adquiridos, también exigen priorizar aquellos que son socialmente necesarios y pertinentes, es decir, los que reorientan los currícula hacia las necesidades de la realidad social y cultural de la región y del país. Así, las asignaturas de prácticas supervisadas plantean un amplio horizonte en los procesos de transmisión, aplicación y generación de conocimiento: aquellos que se producen en la acción colaborativa, a partir de la construcción de preguntas que, como señala Soto (2005), den cuenta de la complejidad de los problemas reales y permitan desarrollar la propositividad. Conviene destacar que el horizonte al que apunta la pedagogía ignaciana es la formación y desarrollo de las personas como agentes sociales atentos y activos. La educación problematizadora que se propone en las universidades jesuitas, permite la activación del estudiante ante el desafío (Achaerandio, 2000 b); organizar el conocimiento desde un problema y no desde un programa, como plantea Bazdresch (1998), hace posible también el análisis de las propias formas de adquisición del conocimiento. Basada en la dialéctica experienciareflexión-acción, la propuesta pedagógica del Consejo Internacional SJ (1996) se orienta a la implicación cognitiva y afectiva de las personas para ser movidas a la acción. En este cometido, el continuo formularse preguntas para estructurar los datos, los hechos y las respuestas afectivas propias –mínimamente, ¿qué es esto? y ¿cuál es mi reacción?– permitirá captar más profundamente la experiencia. Por su parte, la reflexión de sello ignaciano, más allá del puro conocer, hace crecer y madurar cuando promueve la decisión y el compromiso. Sostenida en diálogo con los otros –genuinos compañeros de aprendizaje– permite captar los significados de la experiencia y su relación con diversos aspectos del conocimiento. Se hace consciente de la sensibilidad propia y también del punto de vista de los otros, particularmente los pobres, intentando responder ¿quién soy?, ¿qué me mueve y por que?, ¿quién debería yo ser en relación con los otros? Asume las implicaciones de lo que se ha llegado a entender y la conciencia del impulso al que estas comprensiones conducen (la acción) integrar responsablemente esos significados en el servicio –el magis– para ir madurando como personas competentes, conscientes y sensibles a la compasión. Los académicos conciben las prácticas supervisadas como un espacio curricular privilegiado en el que, de manera más clara, se va desarrollando la formación integral que propone la mística de las universidades jesuitas y la propia subjetividad socioprofesional que se procura con las renovaciones curriculares. El cuidado en su diseño, el seguimiento de sus procesos y productos ocupa la atención de los académicos del Programa de Psicología ya que, se ha asumido, durante la formación en campo el estudiante pondrá en juego su juicio crítico ante las situaciones reales y desarrollará los principios éticos con los que ejercerá la profesión (Gómez del Campo y cols., 1999). Las afirmaciones de Lafarga (2002) acerca de que las prácticas curriculares supervisadas “son el espacio por excelencia en el que ocurre la formación ética”, son contundentes. Como se viene afirmando, las prácticas supervisadas son un espacio en el que los actores se forman para asumir la responsabilidad de sus acciones. La complejidad social que se enfrenta en estos espacios formativos interpela a los universitarios para asumir decisiones y conductas apropiadas tomando en cuenta la responsabilidad personal, aquella que dicta la conciencia moral; la responsabilidad jurídica, aquella que se asume de cara a la ley y la responsabilidad profesional, que es guiada por las normas profesionales internalizadas a partir de una deontología profesional, que aunque explícita, no es exhaustiva ni puede abarcar la libertad humana y la complejidad social. El acompañamiento del profesor en campo permite explicitar y modelar

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