Rúbricas 6

11 El origen histórico/estructural de la marginalidad y de la solidaridad económica Las prácticas contemporáneas de solidaridad económica son resultado de las características estructurales que asume el capitalismo desde los años sesenta del siglo pasado, entre éstas, la incapacidad y desinterés para seguir generando trabajo asalariado en las cantidades adecuadas para incorporar a una población económicamente activa creciente. En este sentido, las prácticas de solidaridad económica emergen del proceso de marginalización de la mano de obra entre otras razones, por la automatización de los procesos productivos (Nun; 1969; Quijano, 1977, 1998 y 2006; Rifkin, 1995 y 2002 y Gorz, 1997). El enfoque de la marginalidad de los años setenta destacaba la especificidad del movimiento de las sociedades latinoamericanas, caracterizadas por la heterogeneidad histórico/estructural, totalidades únicas en las que se articulaban diversos patrones estructurales (relaciones sociales, instituciones, identidades y organizaciones). En el subcontinente, las altas tasas de crecimiento económico no significaron una incorporación sostenida de la fuerza de trabajo a las relaciones asalariadas, sino la marginalización de crecientes contingentes de trabajadores del mercado de trabajo industrial/urbano; no sólo se generaba un ejército industrial de reserva para ser incorporado en los periodos de auge del ciclo económico o presionar a la baja los salarios, sino que también emergía un segmento sobrante o excedente de fuerza de trabajo que ya no podría ser incorporado a las relaciones asalariadas. Este sector sobrante de trabajadores constituyó el polo marginal, es decir, estructuras de sobrevivencia de un sector de trabajadores con carencia de acceso estable al mercado de trabajo regulado, los cuales se refugiaron en actividades económicas de reducida importancia, además de aprovechar el asistencialismo del Estado social. Desde esta mirada, la pobreza contemporánea es el resultado de procesos estructurales, y en América Latina está asociada, en general, a las formas particulares que ha adoptado la modernización, ya que se generó un importante sector de trabajadores no incorporados en términos laborales y derechos ciudadanos (Quijano, 1998). Por tanto, la pobreza no es un estado, sino producto de la lógica de acumulación capitalista (Álvarez, 2005). Así, a partir de la década de los setenta, la capacidad de absorción de mano de obra de la economía mexicana disminuyó de manera significativa, debido a una menor tasa de crecimiento y a un mayor peso relativo de actividades con menor generación de empleo, así como a factores demográficos. Esto dio lugar a que se observara un aumento considerable en la importancia relativa de trabajadores ocupados en el sector terciario marginal, característico de la realidad latinoamericana e indicativo de la carencia de empleos en actividades “modernas”. Otras tendencias de la nueva configuración del capitalismo son la creciente financiarización e hipertecnocratización de la economía, lo que supone nuevos retos para los trabajadores, al modificarse las relaciones sociales y las relaciones internacionales de la posguerra. La producción de riqueza requiere menos creación de trabajo asalariado y no necesariamente pasa por la producción; además, el capital ya no está interesado en mantener los pactos sociales a través del Estado-nación, el cual se transformó en el facilitador del proceso de creación ficticia de riqueza (Marañón y López, 2013). Y este sendero se fue consolidando con la crisis económica de los años ochenta y, posteriormente, con la imposición del ajuste estructural en la economía mexicana, a partir de los noventa (Marañón, Sosa y Villarespe, 2009), contexto en el que se puede ubicar la emergencia y proliferación de organizaciones de solidaridad económica. Las especificidades de las organizaciones de solidaridad económica: otra racionalidad, otras relaciones sociales Desde los años setenta y ochenta del siglo pasado, las prácticas de solidaridad económica han cobrado un fuerte impulso en América Latina y en el mundo, debido al crecimiento del desempleo estructural ya discutido, al “malestar del capitalismo” (por sus tendencias destructivas de los ecosistemas y de mercantilización creciente de la vida en general) y al desprestigio de la política partidaria y procedimental (Marañón y López, 2010). Razeto sostuvo que en los años setenta y ochenta, en los sectores populares de Santiago de Chile los trabajadores y trabajadoras enfrentaron la desocupación y el recorte de los derechos básicos impuestos por el gobierno militar de Pinochet, a partir de la organización colectiva y la creación de organizaciones económicas de diverso tipo caracterizadas por la reciprocidad y la democracia directa, el sentido de pertenencia y la identidad de grupo, proponiendo así el término de Economía popular de solidaridad (Razeto, 2007 y 1990) para dar cuenta de estas organizaciones. Coraggio (2007) trata de precisar el ámbito de la economía popular, sosteniendo que ella se basa esencialmente en unidades domésticas que tienen como recurso fundamental el trabajo familiar y, además, una racionalidad no capitalista con potencial para conformar un sector de Economía del trabajo. Singer (2007 y 2006) plantea, por un lado, una visión más restrictiva de economía solidaria haciéndola equivalente a la cooperativa, la misma que conjuga la autogestión con una clara inserción en el mercado en una postura emancipadora gradual; y por otro, establece una dimensión política al plantear la Economía solidaria como una alternativa económica y política al capitalismo. Por su parte, Quijano (2008

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