83 Hay un cuento de Rulfo extremadamente complejo en su estructura y muy complicado para ordenar la lógica del contenido. Me refiero a “El hombre” uno de los dieciséis de El llano en llamas. Es como un laberinto argumental y temático, en el que las voces se confunden y uno no sabe a ciencia cierta quién persigue a quién, quién dice qué y de quién es la venganza mayor. Y, sobre todo, quién empezó ésta. El “No debí matarlos a todos” (37) es la frase que resuena desde siempre cada vez que se recuerda a Rulfo. Es, tal vez, lo que piensa todo asesino o secuestrador o violador cuando toma conciencia de lo que acaba de hacer: “No debí…”. Para mí, ésa es la clave del gran drama del ser humano: El enfrentarse a la propia culpa. Según Paul Ricoeur: “[…] El mundo de la mancha engloba en su esfera de impureza las consecuencias de los actos y de los acontecimientos impuros; paso a paso, llega un momento en que no queda nada que no pueda catalogarse como puro o impuro; […]” (191). Entonces, la culpa ¿es por las consecuencias que puedan tener los propios actos? ¿No por el peso de la mancha en sí? Escuchemos a Rulfo una vez más cuando el perseguido reflexiona sobre el multihomicidio que acaba de cometer: No debí matarlos a todos –iba pensando el hombre–. No valía la pena echarme ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno. Debía de haberlos tantaleado de uno por uno hasta dar con él; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde pegarle antes que se levantara… Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz. La cosa es encontrar el paso para irme de aquí antes que me agarre la noche. (41) ¡Qué terrible! “Los muertos pesan más que los vivos”, aquí está la raíz de la culpa. El cinismo es tal que “nada puede catalogarse como puro o impuro”. Desde el estudio ricoeuriano se descubren las entrañas de la cloaca de la conciencia humana. Por la vigencia de “lo cloacal” a nivel social se genera la más espantosa impunidad. Los que pagan las condenas son los débiles. Los ricos y los poderosos se pasean sonrientes sin conocer ni la cárcel, y me atrevería a afirmar, casi segura de no equivocarme, sin el dolor por la mancha. De la misma manera, en Piglia, en su última obra publicada, Blanco nocturno, aparece ese olvido total del peso de la culpa. El crimen del que habla la novela tiene peso social porque se comete contra un norteamericano: “Un yanqui que no parecía un yanqui pero era un yanqui” (16). El problema es que ese yanqui es un ciudadano de raza negra, nacido en Puerto Rico. Entonces, las implicaciones del crimen son complejas. Tony Durán se codea con las clases altas de un pueblo rabón, perdido en la provincia de Buenos Aires, lo que moldea la contextualización del relato de una manera especial, que no tiene nada que ver con la moral y las buenas costumbres de toda sociedad civilizada. Aquí es “no importa quién lo hizo, sino quién lo paga”. Y lo “paga” un débil, otro desposeído, que no tiene padrinos. Igual que en el relato de Rulfo mencionado arriba. Además del hilo conductor de la violencia, demostrada con infinidad de aristas, “Someter, colonizar, dominar, avasallar: he aquí actos reflejos ante el Otro que no han cesado de repetirse a lo largo de la historia del mundo.” (Kapuscinski, 42), en los cuatro relatos campea el denominador común: la impunidad. Por otra parte, el ritmo de esta auténtica novela policíaca es tan intenso que uno no puede dejar de leerla hasta que la acaba. El tono, sí, es tan cínico como en el cuento de Rulfo. No hay sorpresas discursivas, el texto cae suavecito, aunque los hechos son terribles. Medio en broma, medio en serio, el argentino Ricardo Piglia deconstruye una realidad de los bajos fondos del alma humana con recursos similares a “la desconfiada inteligencia de Borges” (Jason Wilson, “The Independent”). Algo parecido sucede con 2666 del chileno Roberto Bolaño. Me interesa centrarme en el penúltimo capítulo, “La parte de los crímenes”, que trata sobre las muertas en Santa Teresa, aunque todos sabemos que el referente son los feminicidios de Ciudad Juárez. Hay que recordar que esta novela publicada postmortem iba a ser cinco libros, pero los herederos de Bolaño decidieron publicar los textos como parte de una sola novela y la titularon con un número: 2666. Este título sirve de “signo gancho”, desde la óptica barthiana. Ignacio Echavarría apunta en la “Nota a la primera edición” que este número es una fecha que ya aparece en Amuleto, anterior publicación de Bolaño. La protagonista de esta novela, Auxilio Lacouture, al seguir a unos poetas llega “a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato”. En los papeles póstumos de Bolaño hay muchas alusiones para titular los cinco relatos de esa manera y Echavarría obedece las directivas del amigo. Con demoledora claridad, Bolaño comunica al lector el hallazgo de 105 cuerpos de mujeres asesinadas, violadas vaginal o analmente, torturadas en ese lugar fantasmagórico. Y los cadáveres son encontrados en diversas situaciones y con terribles “marcas”: […] Dos días después de aparecer el cuerpo de la primera víctima de agosto fue encontrado el cuerpo de Emilia Escalante Sanjuán, de treintaitrés años, con profusión de hematomas en el tórax y el cuello. […] El informe del forense dictamina que la causa de la muerte es estrangulamiento, después de haber sido violada innumerables veces. […] Una semana después apareció el cuerpo de Estrella Ruiz Sandoval, de diecisiete años, en la carretera a Casas Negras. Había sido violada y estrangulada. […] Un día después de ser hallado el cadáver de Estrella Ruiz Sandoval se
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