Rúbricas 2

102 Otoño - Invierno 2011 explotados y colocados en relación de desventaja en los mercados: los campesinos y campesinas. Un proyecto equivocado, un proyecto fallido El proyecto de las “ciudades rurales”, y específicamente el de la ciudad rural de San Miguel Tenextatiloyan, es un programa de gobierno equivocado y fallido desde la perspectiva de vida digna para los campesinos y las campesinas. Se vende como ilusión inmediata de un progreso que llevará trabajo, oportunidades de ingresos, vivienda, escuelas, computadoras e Internet, academia de música, servicios de salud, un centro de investigación en cerámica, una empresa de cerámica de alta temperatura, “una honguera para venderle hongos a WalMart […] que ya hemos apalabrado su participación”, invernaderos, muchos invernaderos para producir a gran escala de manera intensiva y no a nivel tan pequeño y precario, como ahora, en la unidad familiar. Modernidad, pues, desarrollo y progreso (¿alguien puede oponerse a esto?). Sin embargo, este afán por llevar el “progreso” tiene un rostro que no se muestra: el afán de inclusión social que es la ciudad rural (¡que mayor modernidad que la de “hacer ciudad”!) no mira al campesino como campesino en la polifonía de sus modos de vida, en la riqueza cultural que es local, en las posibilidades que de dignidad tiene la vida campesina. Reduce lo campesino al reconocimiento del campesino como productor agropecuario desgraciadamente inviable, fallido, por decir lo menos, ya sea porque “le tocó” un mal lugar para producir, sea porque no hay “ventajas comparativas” en su actividad económica de las cuales echar mano para insertarse en el mercado, o bien porque acaso se ha negado a la modernización y vive en el atraso. Considerado el campesino como productor inviable, lo que queda es su condición de pobre, un pobre necesitado de la política social que lo saque de la postración. Este marco de construcción y representación de la realidad que permea la política pública y que está presente en el imaginario social, es en parte producido y en parte productor del proceso acelerado de “descampesinización”, que ocurre en el país desde hace tres o cuatro décadas. En este proceso, los campesinos y las campesinas han dejado de ser importantes como productores. No sólo eso: dejaron de ser necesarios como sujetos sociales representativos en el pacto social que posibilitó durante varias décadas la modernización del país. Para el gobierno han dejado de ser importantes como “sostenedores” de la alimentación de los mexicanos, dejaron de ser significativos en la conformación de una cultura nacional y devinieron para los demás, para el resto de la sociedad, en pobres, solamente pobres. La “pobretización”, es decir, la clasificación de la persona como pobre antes que su reconocimiento como identidad social específica, es la cara complementaria de la descampesinización. Ninguneados en la multiplicidad de sus formas de vida, en la riqueza de sus estrategias de sobrevivencia, se los hundió como campesinos recrudeciendo formas desventajosas de inserción en los mercados de productos, de dinero y de trabajo (actualizando formas de la “ley de San Garabato”: compra caro y vende barato [Armando Bartra]); luego, se les dio la puntilla con el Tratado de Libre Comercio que los dejó desprotegidos y devenidos en productores fallidos que no “pueden competir” en un mercado abierto. Y, ahora, desde el olvido que los ha colocado al borde de la extinción como grupo social, viene el intento de salvamento a través de una política social que los ningunea en sus identidades locales específicas, y trata de incluirlos desde su condición socialmente producida de pobres. Se trata de formas de rescate y de reenganche en el imaginario del progreso. Ninguneados como campesinos, se les quiere “salvar” e integrar como pobres a los que hay que desarrollar, dar oportunidades (trabajo, educación y salud) para revertir su situación de precariedad, su exclusión de los procesos de modernización del país (¿alguien puede oponerse a esto?). Pero los campesinos no han estado al margen: desde hace décadas las economías locales campesinas se están rearticulando a la economía regional, nacional y ahora a la economía global, de un modo, si se puede decir así, mucho más perverso y negador de su condición social campesina. Por un lado, desplazados de los mercados como productores son rearticulados a los circuitos económicos como consumidores: el afán es ahora su incorporación “salvaje” a los circuitos de consumo. Las comunidades campesinas son “nichos de mercado”: productos chatarra, materiales de construcción, bienes de consumo suntuarios: televisiones de plasma, sistemas de televisión de paga, aparatos de sonido; incorporación al mercado de dinero mediante servicios bancarios adecuados para los pobres, etc. Por otro lado, reducida la posibilidad de su incorporación en el mercado de trabajo, su destino sigue siendo destino de mano de obra explotada: ahora del “otro lado” como generadores de remesas. Asistimos a la multiplicación de economías locales en el país que sostienen su dinamismo, su progreso, con las remesas. El movimiento migratorio ni siquiera es éxodo a una tierra prometida, es fenómeno social de huida porque aquí como campesino ya no hay nada que hacer (12 millones de mexicanos allá, ocho millones más de descendientes directos de esos mexicanos). Y entonces, como dice atinadamente Jean Robert, pareciera haber menos pobreza, pero hay más miseria. En esas estamos. Más allá de las buenas intenciones, de las salvedades y candados que se le quieran poner para que no se “malogre” (como prometer, para alejar el fantasma del consumismo, que “no habrá oxxo”… aunque el oxxo ya está en San Miguel, apenas pasando la últimas curvas hacia los llanos de Libres ¡faltaba más!) el proyecto de la ciudad rural es uno de los modos que configuran el proceso actual de descampesinización que ocurre en el país; de modo natural, en tanto no se erige como expresión de resistencia social frente a las fuerzas que operan en su desaparición como campesinos y no se

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