118 Otoño - Invierno 2011 Mi abuela Chela y yo éramos como uña y mugre. Cada vez que tenía vacaciones, esperaba con ansias la visita a San Rafael. Todos los días ponía el mayor empeño en idear una travesura más auténtica que la del día anterior para que mamá llegara a la conclusión de que necesitaba airearme. Entonces, preparábamos las maletas que nos llevarían al pueblo de su niñez, y de la mía. Jamás pude comprender por qué le decían pantera a la abuela Chela. “Es que a ustedes ya les tocó bien blandita”, decían mis tíos, “hubieran visto cómo se traía al abuelo, bien cortitito, a ustedes los nietos los consiente de más”, y sí era cierto. Conmigo era casi tan dulce como sus buñuelos, mi segundo platillo favorito después del atún en escabeche, también de su autoría. Quizá lo único que me gustaba de ella más que su sazón era su voz; no era precisamente una soprano, pero a mí me fascinaba el tono melancólico y casi agudo con el que entonaba esas canciones que nosotros ya no conocemos. Cada vez que la escuchaba era como viajar en el tiempo; parecía que en la voz se le amontonaban los años vividos, que eran muchos. Su casa era toda luces y olores, uno podía incluso percibir el momento en el que el dulce de piñón estaba a punto de turrón; sin embargo, había un cuarto en el que los olores se disipaban para dar cabida a la pesadumbre y el ansia. Jamás supe por qué, pero desde que yo iba de visita, hacía muchos años que estaba deshabitado y hacía las veces de almacén. Una tarde mi abuela me pidió que la acompañara al cuartito, como solíamos llamarlo. Quería que le ayudara a espulgar las cajas amontonadas para donar objetos al bazar navideño de los Romay. “Ándale Juanita, tú que tienes tus piernitas jóvenes”, me dijo, y yo no pude negarme; me preocupaba que estuviera solita moviendo las cajas. Baratijas y curiosidades salieron una tras otra de sus prisiones empolvadas. Mi abuela y yo nos reíamos a carcajadas; yo imaginando para qué servirían esas cosas tan extrañas y ella desmintiendo mis ocurrencias, hasta que encontré la muñeca. Entonces me arremetió una sensación difícil de describir, fría, como de advertencia. La solté de inmediato e intenté ocultar mi cara de susto, pero nada se le escapaba a la pantera. “Ay niña, pero si es sólo un juguete viejo, mira qué bonita, debería rescatarla, seguro se va a ver preciosa en la vitrina del comedor.” La abuela giró una perilla que yo no había notado y una melodía surgió tintineante. “Caro mi ben... senza di te”, la escuché cantar a coro con su misma voz de anciana que tanto me gustaba, pero en sus ojos había cambiado algo. Esa noche olvidó cantarme “Juan Pestañas” al borde de la cama, como lo hacía siempre, porque estaba demasiado ocupada bordándole una pecherita a la maldita muñeca. Supe que nada sería como antes. La abuela Chela comenzó a apagarse poco a poco; lo notamos cuando se le pasó el punto de la mermelada. Parecía que la muñeca le robaba vida por los ojos con cada emisión melodiosa de la tonadita italiana. La pantera nos duró un año más. Supongo que no es necesario que describa lo triste que estuve; hasta la fecha no puedo oler la panela caliente sin derramar lágrimas. Acabábamos de enterrarla y aún estaba fresca la tierra sobre su tumba cuando mi tía Rita me dio la muñeca; “te la dejó a ti”, me dijo como condenándome. La acepté resignada; negarme hubiera sido una ofensa. La puse sobre una repisa alta en mi habitación para verla lo menos posible. No quería recordar la tonada insistente, me recorría un escalofrío como gota de agua helada cada vez que pensaba en esas notas, por eso nunca la toqué, por eso no volví a girar esa perilla, y la dejé ahí, intacta. Una noche desperté sin preámbulos. La oscuridad llenaba mi cuarto dejando muy poco espacio para la luz de la luna. Entonces escuché una tonadita necia desde el techo. No sonaba como a Italia. “Buenas noches, hasta mañana, que Juan Pestañas ya va a venir”, pensé. Martha Isabel Arreola Santillana 4to. semestre de la licenciatura en Comunicación, de la Universidad Iberoamericana, Puebla.
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