122 Otoño - Invierno 2011 Como preparación de su análisis del “Viaje mexicano” de Lezama, Hernández Quezada nos ofrece una interesantísima y –como en todo el libro– espléndidamente documentada disertación sobre el viaje y la literatura de viajes que arranca con la sugerente afirmación de Lorenzo Silva cuando asegura que “el escritor de viajes siempre va en pos de su propia constitución como individuo, en términos de que participa del reconocimiento de que “todo es lucha, que la identidad es transcurso, y que ser es destruirse y reconstruirse innúmeras veces”. De acuerdo con esa clave de lectura todo viaje comporta, primero, la difícil aceptación de nuestra carencia, de la incompletud o insuficiencia ontológica y existencial en la que nos encontramos en nuestra vida doméstica y normal, respecto de la cual hay que operar una ruptura para ir a la búsqueda de ese más que nuestra querida cotidianeidad nos niega. En palabras del autor: “el viaje de Lezama Lima a México es una ruptura de la realidad; es un viaje literario y extraliterario, que le permite tanto realizar una inspección profunda, poética, original, de semejante país, como afrontar sus propios miedos”. Y eso es lo que hace Lezama Lima durante aquellos días de mediados de octubre del 49, en un breve viaje que Javier Hernández Quezada sugiere entender tanto como una profunda experiencia personal, que transformará a Lezama y le dejará una huella duradera que se volverá alusión recurrente cuando de hablar de la realidad latinoamericana se trate; y también como un poderoso material creativo que rendirá frutos en tres obras posteriores: La expresión americana, Paradiso y Oppiano Licario. De aquel viaje no contamos con evidencias precisas que permitan su puntual reconstrucción, por eso Javier debe arriesgar hipotéticamente un itinerario verosímil; lo hace en la nota a pie de página número 323 donde nos cuenta que debió llegar primero a la Ciudad de México el 16 o el 17 de octubre, de donde se trasladó a Cuernavaca, ciudad en la que estuvo apenas unas horas pues ya por la tarde llegó a Taxco desde donde le escribió a su madre, doña Rosa Lima; el 19 visitó la ciudad de Puebla, donde permaneció sólo un intenso día pues el 20 de octubre ya había vuelto al Distrito Federal donde se quedó dos o tres días antes de volver a La Habana. Por breve que nos parezca –una “escaramuza” la llamó Eliseo Alberto– y ante el silencio del propio Lezama respecto de los motivos de aquel viaje, hay que suponerlo –propone José Prats– como el cumplimiento de un sueño, sueño a tal grado imperioso que obligó a Lezama a confrontar y vencer su “poco gusto (…) por salir de La Habana”. Y ¿qué encontró Lezama en México?... salvo la carta que le envía a su madre, no hay otro documento donde Lezama dé cuenta de su visita; no obstante, por lo escrito después de esa fecha sobre este país, es posible decir con José Prats y con Hernández Quezada que Lezama encontró [...] “lo que quería encontrar: o sea, un universo simbólico, emblemático y mitológico, que se adapta perfectamente a sus criterios literarios; un espacio creativo, modélico e inusual (…) México como realidad literaria implica así, la seducción de la imago, el descubrimiento de ese dark crystal que trastoca la percepción del yo”. La mirada que Lezama posó sobre aquel México recuperó de manera privilegiada, como bien apunta el autor, aquellos elementos trascendentales –entiéndase: no modernizados– de la realidad mexicana y pasó por alto todas las transformaciones que más allá de los museos, de los templos, monumentos y paisajes ocurrían en aquel país y especialmente en aquel Distrito Federal, que es precisamente el que sí retratará con genial agudeza José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto. De aquel México auto-confirmatorio Lezama desprenderá una serie de imágenes que irán apareciendo en sus novelas Paradiso y Oppiano Licario, en las que México adquiere connotaciones ambivalentes: en Paradiso es el lugar del caos, de la máscara, de la violencia y de la muerte (a propósito de lo cual, con mucha razón Hernández Quezada hace notar los lazos de afinidad entre esa caracterización y la de Octavio Paz en El laberinto de la soledad); mientras que en Oppiano Licario lo mexicano aparece como símbolo de vitalidad, gozo, fertilidad creativa y, en suma, como el “paraíso de la imagen”. De ese modo Lezama prolongó a lo largo de casi tres décadas la redacción de un diario de viaje adeudado: el diario de su viaje fugaz a México que fue, a la vez, la continuación de un viaje largamente imaginado así como el sello de fuego necesario para imprimir indeleblemente –como en el poema de Kavafis– la idea de la Ítaca mexicana dentro del alma del viajero inmóvil: José Lezama Lima. IV. Finalmente, el cuarto capítulo está consagrado a perseguir el rastro de México en “La expresión americana”, ensayo calificado por Julio Ortega como “la teoría de la cultura nuestra en la que se inscribe la obra de Lezama”. Javier Hernández Quezada divide en seis secciones su análisis tras una reflexión inicial sobre el pensamiento creador y un prefacio de prefacios a “La expresión americana”, las primeras cinco exponen la progresión histórica de la imago mexicana desde el mundo precolombino hasta la época posrevolucionaria y la última es una breve y muy lúcida meditación sobre el significado que Lezama atribuye al “paisaje” mexicano. No me detendré en una reseña minuciosa de cada una de esas partes; sólo intentaré abarcar su sentido general gracias a un par de citas; la primera donde, a propósito de ese concepto clave de la teoría cultural de Lezama Lima,
RkJQdWJsaXNoZXIy MTY4MjU3