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78 primavera - Verano 2010 En el panorama de nuestra época hay un rasgo que no deja de inquietarme a pesar de que, según veo, en general pasa ya inadvertido o se le admite sin más como si fuera una condición irrevocable de la realidad. Me refiero a la coexistencia de dos tendencias que la lógica en la que fui educado me persuadía a considerar incompatibles: por un lado el sorprendente desarrollo y proliferación de dispositivos útiles para informarnos y comunicarnos, condición ésta ampliamente glosada en la literatura de todo tipo durante las últimas décadas que ha inducido incluso a proclamar más o menos unánimemente a nuestro tiempo como la Era de la información (gracias en gran medida a la monumental trilogía homónima de Manuel Castells, que tal vez siga siendo la aproximación más amplia e integral sobre esta complejísima nota característica de la transición entre los siglos xx y xxi); mientras, por otro lado, prevalece una asombrosa y generalizada impasividad respecto de la manera como el mundo acelera su marcha en un sentido que es, por decir lo menos, contradictorio con el trasfondo de las evidencias que esos dispositivos informacionales ponen frente a nosotros todos los días y a cada rato. La actitud ética se caracteriza por no dar las cosas por hechas sin más, por no aceptar el modo de ser de las realidades humanas como el resultado automático de la inercia o de la imposición de voluntades suprahumanas asumidas como leyes de naturaleza. Por el contrario, es propio del espíritu ético considerar la realidad como el espacio de acción –a menudo precario y frágil, sí– de los seres humanos; como el mundo del cual somos plenamente responsables, donde es frecuente el error, las omisiones, los excesos, sus correlatos y consecuencias; pero que es también el territorio de lo posible. Pero lo posible comienza con la necesidad de tomar distancia de lo que tácitamente asumimos como la realidad, para intentar mirar de nuevo y por nosotros mismos, para tratar de comprender la lógica que rige su movimiento; de camino hacia la necesaria re-valoración de la realidad y hacia la toma de posición respecto de y en ella, que preceden a la acción comunicativa, a la acción social, a la necesaria acción cívico-política. Recientemente, Pietro Ameglio planteó en un ensayo una pregunta que muchos considerarían ofensiva o, por lo menos, anacrónica, espetada así tan crudamente en la cara de la ciudadanía del hiper-revolucionado siglo xxi: ¿Pensamos? (Ameglio, 2009: 14). No obstante parecer pueril y de obvia respuesta, Ameglio afirma que esa pregunta plantea el problema epistémico más imperioso de nuestro tiempo; yo añado que ese es, también, el problema ético más urgente, pues de él se derivan implicaciones de enorme trascendencia que rebasan el ámbito de la vida privada y de la educación, y se adentran decididamente en la constitución del orden social. En ese ensayo la pregunta precedía un diagnóstico de la humanidad contemporánea ciertamente nada elogioso, pues evidenciaba, en síntesis, que hoy por hoy es casi inexistente el pensamiento original, si por éste entendemos que es resultado de una actividad de interiorización y apropiación de cada individuo, de manera que sea expresión y representación auténtica del pensamiento de cada cual. Rúbricas éticas Noé Castillo Alarcón Comunicólogo. Director general del medio universitario de la uia Puebla.

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