Rúbricas 2

117 no me enamoré de ti. Me enamoré de tu olor. De tu forma de hacerme retozar en la cama exhalando una esencia púrpura. Y la gente va a creer que no es cierto sólo porque mi amor se limitó a ese universo que no deja marcas tangibles en la historia: El del olfato. Pero yo les digo que es cierto. Mi padre me dijo que para escoger a los hombres, más me valía hacerlo por su olor: “Nunca uno que huela a brasas apagadas, ni a licor de ajenjo, ni a medicamentos. Los primeros te fallarán en la cama, los segundos te saldrán golpeadores, y los terceros para qué te cuento.” Papá despedía siempre un aroma a hierba recién cortada. Pero cuando era verano y la lluvia se nos metía hasta por las grietas de los sueños, su olor era mucho más intenso. Los inviernos, sin embargo, su esencia se diluía un poco, se hacía más seca, más cansada, como la de los arroyos pequeños y los árboles viejos. Pero tú no entiendes los olores. Aunque digas que los entiendes suficiente. Los aromas carecen de moral. No hay olores buenos ni malos, sino personas malas y buenas para distinguir y clasificar. Y por eso cuando te conocí se te hizo tan extraño que me atragantara tus hedores a puños, que escarbara en los pliegues de tu cuerpo, que inhalara tan fácil tus miedos. Recuerdo que una tarde te pregunté a qué olía el asfalto y me dijiste que a piedra y a qué olía la ciudad y me dijiste que a nuevo. Tiempo más tarde entendí que no existía nada más falso que eso, porque el asfalto en realidad huele a frío y la ciudad en realidad huele a muerto. Y es que todo tiene olor, aunque para ti nunca los haya; las tardes nubladas, tus pantuflas viejas, el rechazo huele a añejo. Y si me preguntas los momentos forzados desprenden un hedor a postizo y tu abandono me apesta a engaño. Mi vida es un olor pero tú no lo comprendes. Le doy una importancia extraordinaria a la pestilencia humana, porque los aromas son los que más dicen en las personas que más silencian. Y tú, con tu aroma a mantequilla derretida, y tu piel de ventisca en primavera, con tus cabellos de canela y de jengibre y de raíces frescas. Y tus pies descalzos con olor a tierra húmeda y tus manos que desprenden olor a especias. Te respiré por dentro a herida nauseabunda, tu alma a pantano putrefacto, tu corazón a desgracia completa. Y en lo áspero del pus y del vómito y la mierda, te encontré infectado y pestilente. Y traté de vivir con eso, pero ignorar el hedor me resultó del todo imposible. La mantequilla rancia embarrada por todo el salón, la canela cubierta de moho. La tierra de tus pies erosionada por el calor. Entonces te pedí que te fueras. Sin embargo, el olor es persistente. Tu ausencia y tus manías impregnaron mis almohadas, empañaron los cristales, apestaron mi ropa. Y ahora toda mi habitación emana un olor a enfermo. Tu partida se filtra por debajo de las puertas. Habrá que lavarlo todo. Habrá que quemar los restos. Natalia Trigo 5to. semestre de la licenciatura en Comunicación, de la Universidad Iberoamericana, Puebla. Olía a orines de mico. “Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano”, nos dijo mi padre. Es el olor a civilización. Gabriel García Márquez

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