Rúbricas 9

32 primavera verano 2015 Fue entonces que encontré la idea de “patrimonio biocultural” propuesta por la Red de Etnoecología y del Patrimonio Biocultural de México (repb), entendido como el traslape de diversidad biológica, diversidad cultural o lingüística y agrodiversidad “en territorios bien definidos del país, y cuyos actores principales, más no únicos, son los pueblos indígenas y sus comunidades” (repb, 2015). La idea resultó un adecuado paraguas y bastón conceptual, un ancla teórica para repensar el espacio y, desde allí, cuestionar la asociación de lo urbano patrimonial únicamente como “cultural”, enfoque insuficiente para enfrentar los retos de las ciudades en el siglo xxi. o aducen malestar ante los cantos de aves, los olores de flores, las raíces y hojas de árboles (en sus copas o caídas), y sobre todo ante arañas, avispas, hormigas, gusanos. O piensan que las plantas son sucias, peligrosas, guarida o escondite de criminales, inapropiadas para el paisaje urbano. Ante esas percepciones es posible contraponer la densa evidencia –científica e intuitiva– de que la biodiversidad urbana tiene efectos positivos en las funciones cognitivas, eficiencia cardiovascular, estrés, sanación, climatización (hacia el frío o el calor), calidad del aire, prevención de inundaciones, captura de carbono, protección ante el sol, lluvia y ruido, mejoramiento de relaciones comunitarias, reducción de agresividad entre vecinos, reducción del crimen, recreación, inspiración artística, belleza, enriquecimiento estético, prevención de accidentes de tráfico, protección de peatones (Chiesura y Martínez-Alier, 2011). La biodiversidad da pertenencia al territorio, sirve para el turismo y genera empleo en actividades de preservación y gestión. Sin mencionar los efectos positivos de la agricultura urbana. Con esas ideas en mente rastreamos informaciones históricas y actuales sobre flora y fauna, recorrimos plazas, patios y jardines públicos y privados, quebradas y otros espacios, con el ojo puesto en árboles, aves, huertos, y con las y los moradores de tres barrios realizamos un mapeo/recreación de la biodiversidad actual e histórica, dibujándola y hablando sobre ella.2 Los resultados fueron amplios y enriquecedores. Aquí me concentraré en la parte relacionada con árboles y sitios arbolados, entendiendo que a través de ellos es posible rastrear y evidenciar lo biocultural, aunque ciertamente hay más cosas en la ciudad biocultural, como los huertos urbanos o las comunas. En el caso de los huertos urbanos, resulta interesante el Proyecto Agricultura Urbana Participativa (agrupar), que ocurre en patios, jardines, terrazas, balcones, macetas, cajones y áreas no construidas, con funciones ecológicas, sociales y económicas como mejora de la cohesión vecinal, trabajo para personas excluidas y, sobre todo, para mujeres, ayuda contra la desnutrición, mejora del paisaje, eficiencia en transporte, comercio solidario, etc. En el marco de ese proyecto público (que no agrupa a todos aquellos que practican agricultura urbana), hasta 2014, en la administración municipal centro había 34 huertos, y 19 nuevos en 2015. En cuanto a las comunas (y con ellas los modos de vida indígenas que perviven, a veces más, a veces menos transformados, en espacios urbanos, periurbanos y rurales adscritos al distrito metropolitano), en Quito varias han sido englobadas, mas no engullidas, por la expansión, pero conservan tradicionales formas de manejo del espacio y la biodiversidad, chacras y cría de animales, alrededor de formas de organización comunitarias. En el marco de la secular 2 En la investigación de campo colaboraron tres estudiantes de posgrado del Departamento de Desarrollo, Ambiente y Territorio de flacso Ecuador: Paola Maldonado, Adrián Soria y Martín Bustamante. Patrimonio biocultural: el traslape de diversidad biológica, diversidad cultural o lingüística y agrodiversidad “en territorios bien definidos del país, y cuyos actores principales, más no únicos, son los pueblos indígenas y sus comunidades”. El concepto de patrimonio biocultural fue congruente para acunar y anudar los resultados históricos y actuales sobre la biodiversidad y sus interacciones con la cultura en un contexto urbano, ámbito poco explorado desde el enfoque biocultural. Y también como invitación a tender puentes semiótico materiales hacia lo biocultural, para rescatarlo y visibilizarlo, aportando a (re)construir la memoria biocultural (Toledo y Barrera-Bassols, 2008); para pensar en las ciudades como territorios que podrían albergar modos de vida sustentables, integrando creencias, saberes y prácticas locales, y de paso tender a disminuir la huella ecológica en los territorios periurbanos, rurales y silvestres donde ocurre la apropiación de materiales y energía, a veces con erosión o amenazas de erosión de otros patrimonios bioculturales. Conviene aclarar que no se cuestionó si la ciudad debe o no debe existir. Si bien el hecho urbano no es irrefutable, y es tan complejo y diverso como ciudades hay en el mundo, quise rechazar de entrada dicotomías como cultura/natura, campo/ciudad, derecho a la ciudad/derechos de la naturaleza. No partí de un antagonismo sino de la necesidad de pensar una ciudad (actual y futura) en la cual sea relevante la biodiversidad. Más que confrontar posiciones anti-verdeurbano, me pareció necesario reforzar los aspectos positivos en un marco de propuestas que invitan a transitar hacia ciudades sustentables con la biodiversidad como actor crucial (véase, por ejemplo, Pickett, Cadenasso y McGrath, 2013), que consideran que en la ciudad “sociedad y naturaleza, representación y ser, son inseparables, integrales entre sí, infinitamente unidas”, aunque no sin contradicciones, tensiones y conflictos (Swyngedouw, 1996). Tampoco quisimos adentrarnos demasiado en la complejidad de valores sobre la naturaleza, especialmente los negativos, como los desplegados por personas a quienes el verde y la fauna silvestre les quitan la sensación de control y seguridad,

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