Rúbricas Número Especial 2

19 gullidos por una sociedad bulímica que se abalanza sobre sus cuerpos y luego los vomita, ¿dónde están las ofertas de esperanza?, ¿dónde se encuentran las instituciones, los discursos capaces de re-encantar el mundo, de construir una mejor sociedad? Es preocupante pensar que autores como Paulo Coelho o Deepak Chopra, terapeutas de la sanación, ocupen espacios tan importantes de gestión de la creencia y el sentido de la vida. La atmósfera terapéutica que impregna la sociedad contemporánea tiene en los territorios juveniles profundos impactos. La proliferación de sectas, de neoiglesias, de cultos como el de la Santa Muerte, no debe ser leído como un dato anecdótico o una amenaza a las instituciones, sino como el síntoma visible de un malestar muy profundo: el devenir siniestro de la sociedad, que para Freud (Das uhmenliche) significa la transformación de lo familiar en lo opuesto, en algo extraño y amenazante, con potencial destructivo. Para muchas y muchos jóvenes, la sociedad, el mundo que habitan, ha devenido siniestro. Frente al papel creciente del consumo para la construcción de la identidad de los jóvenes y los valores que lleva aparejado “tener en vez de ser”, quisiera que pudiéramos preguntarnos desde qué lugar de autoridad moral se puede juzgar a aquellos que han hecho del consumo un marcador de identidad, cuando el mercado y tres de sus “dobles”, el consumo, la piratería y la producción de formas estéticas masivas, repiten incesantemente el mantra de la pertenencia y el sentido a través de los objetos, de la posesión. ¿Dónde están las instituciones, los discursos, las prácticas capaces de operar como contrapesos a los relatos del mercado? A contravía de los discursos institucionales que recetan al joven un conjunto de preceptos para transitar “exitosamente” hacia la adultez, el mercado y “sus dobles” han logrado configurar un discurso desregulador, desprovisto de juicios morales, afirmativo y simplificador, con voluntad de “acompañar” al joven, al sujeto empírico, no al tránsito de su mutación “positiva” en adulto “productivo”, sino en el trance (dilema, apuro, aprieto) y goce de ser joven. Mientras la escuela, el Estado, la familia y muchas veces las Iglesias, se sienten impelidos a reclamar de los jóvenes un compromiso de tránsito, un compromiso, un pacto; el mercado y sus dobles, proporcionan un piso de seguridad, un espacio laxo en donde el presente se perpetúa, se expande, sin prisa, respetando la fuerte carga que implica vivir hoy, ahora, este momento. He planteado en diversas ocasiones que el vacío social no existe, no puede existir y que cuando una fuerza, institución, discurso se repliega, otras fuerzas tienden a ocupar ese vacío. El riesgo como mercancía, las ofertas a la carta de sentidos y creencias, el mercado y sus dobles, compensan un vacío o territorio “blando” dejado por las grandes crisis del siglo xx que se extienden y agravan en el siglo xxi. En estos contextos, la urgencia estriba en la búsqueda (y concreción) de lugares, modos, estrategias que restituyan la posibilidad para nuestros jóvenes de pronunciarse con certeza sobre sí mismos, de construir espacios de pertenencia amables, amorosos, incluyentes, que puedan ayudar a construir otras biografías juveniles. No soy agorera de la catástrofe o el apocalipsis. Hay modos, mecanismos, dispositivos para pensar que es posible un futuro mejor. Mientras aquí hablo, en México, en El Salvador, en Colombia, en Estados Unidos, en Argentina, en Bolivia y en otras latitudes, los jóvenes siguen actuando, comprometiéndose, involucrándose en miles y miles de proyectos y de causas. Abren radios comunitarias; ayudan en comunidades empobrecidas; aprenden en la universidad; escriben en sus blogs, actualizan sus estados de facebook, se suman o propone un #hashtag en twitter para denunciar una injusticia; se aprestan a levantarse para ir a la maquiladora que les paga un salario de hambre; escuchan una nueva canción en youtube; se emocionan con el discurso de una joven anarquista en Barcelona; producen un video que dará la vuelta al mundo; firman decididos una petición sobre el cambio climático; adoptan un perro; montan en bicicleta orgullosos de su opción; se besan entre la muchedumbre; lloran y se indignan por la violación de una estudiante india; se ríen. El espacio de intervención inteligente es amplio. Los jóvenes no son ni héroes alternativos, ni soldados, ni víctimas propiciatorias, los jóvenes hoy constituyen un enorme desafío. Narran a través de sus prácticas el declive de una sociedad que no escucha, no ve, no dialoga. Mathieu Kassovitz, director de La Haine (El Odio),3 hace decir a uno de sus jóvenes protagonistas, en tono de burla frente una sociedad que se precipita hacia abajo y que ante la caída sólo puede recitar: “hasta aquí todo va bien”, anticipando “juguetonamente” –lo que no significa, sin dolor ni miedo–, el colapso final. Romper el estribillo de “Jusqu’ici à tout va bien” que pronuncia para tranquilizarse el suicida que va cayendo pisos abajo de un rascacielos y que sabe que, inexorablemente, se estrellará contra el piso, es, quizá, el desafío fundamental. La cultura es el territorio más fértil, propicio, esperanzador y eficaz para encarar el desafío. 3 La Haine/Hate. Francia, 1995, 95 mins. Director: Mathieu Kassovitz. Cast: Vincent Cassel, Hubert Kounde, Saïd Taghmaoui. Producer: Christophe Rossignon. Script: Mathieu Kassovitz Camera: Pierre Aïm. Editor: Mathieu Kassovitz & Scott Stevenson.

RkJQdWJsaXNoZXIy MTY4MjU3