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La cantidad y la cifra
ron más títulos que en otros años. La discusión sobre su calidad o sus
méritos, sin embargo, brilló por su ausencia; pareciera que en Puebla el
deporte del ninguneo literario sigue siendo más popular que la crítica. En
descargo hay que añadir que, por lo general, las obras de los autores
locales permanecen en el misterio de la burocracia cultural o en el ab-
surdo patético de las bodegas; sus libros reciben el desinteresado apoyo
de la nula publicidad, son relegados al rincón más incómodo de la librería
o, en el mejor de los casos, su distribución depende del número de ejem-
plares que el autor distribuya entre sus amigos. Hay más cuates que
críticos literarios. Por supuesto, casi nadie se ocupa de «esos libros» en
las pocas páginas que los medios impresos dedican al relleno cultural.
La distribución es pésima, pero para los «otros» escritores —lectores
inmediatos y obvios, enterados, aunque finjan que no saben que ya apa-
reció el libro de fulano o zutano— simplemente no existe el libro del
querido amigo o el ineficaz enemigo. No pretendo decir con esto que
volquemos nuestra ocupada y cosmopolita atención en la poblanidad
circundante y escribiente, pero el desdén mostrado entre nosotros que
tiene más de ignorancia que de suficiencia. Es una revancha fantasmal,
pendeja y miedosa.
¿Cuántas veces hemos escuchado la queja de que en Puebla no
hay espacios para la discusión literaria y artística en general? Cuando se
abren esos espacios, hay que decirlo, está bien: más simbólicos que re-
munerados los reclamantes regresan a su condición primigenia: ágrafos
de profesión, críticos de cantina. Cuando se les pide, no digamos un
ensayo, sino que escriban sus ideas sobre tal o cual tema, su respuesta
es infalible: «Mejor te paso este poema» (que puede constar de tres
líneas, incluyendo puntos suspensivos, o de diez cuartillas, contando epí-
grafes y dedicatorias) o, según el caso: «Me gustaría más enviarte un
adelanto de mi próxima novela» (novela que ya consumió el dinero de