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El libro y sus símbolos
una simulación inerte: no puede ser interrogada puesto que si bien pare-
ce hablar, en realidad es muda: ella se limita a repetir algo que no entien-
de. La escritura, además, tiene el peligroso defecto de echarse a rodar
sin inteligencia suficiente para saber cuándo se debe hablar y cuándo es
necesario callarse, razón por la cual ella pasa, inadvertidamente, tanto
bajo los ojos de un sabio como bajo los de un necio. En última instancia,
Sócrates sólo está dispuesto a conceder que la escritura puede servir
como recurso, y que no hace otra cosa que producir reminiscencia en el
alma de aquel que ya conoce el objeto de que se trata. La ciencia, corro-
bora Sócrates, no está escrita en otro lugar que en el alma del que estudia.
Este diálogo nos persuade de que la cultura egipcia había desarro-
llado la idea de que el saber debe permanecer oculto y de que ese mode-
lo es el que prefería Platón. Ernst Robert Curtius —en
Literatura
europea y Edad Media latina—
señala que el menosprecio de la escri-
tura exhibido por Platón es «algo típicamente griego» y agrega que los
griegos de la antigüedad se mantuvieron lejos de la idea de la santidad
del libro.
1
Para estos griegos, la palabra —el
logos—
era portadora de
conocimiento y este conocimiento no tenía autor sino que provenía de
una iniciativa de la inteligencia, es decir, era un efecto de la recepción;
por lo tanto el libro tenía en todo caso una función secundaria.
No obstante esta desconfianza, los griegos desarrollaron algunas
importantes metáforas referidas al libro. En la Odisea, Homero había
dicho que los dioses tejen las desdichas de los hombres a fin de que los
poetas tuvieran terna para sus cantos y aunque aquellos poetas compo-
nían sus cantos siguiendo la tradición oral, en esa imagen subyace la
idea de que las desdichas de los hombres forman una especie de escri-
tura. Más tarde los poetas trágicos hablarán de la memoria como de una
1
Ver el capítulo «El libro como símbolo», t. 1 de la edición del
FCE
.