Raúl Dorra
163
renovadora terminó por triunfar pero no sin graves deterioros para el
Pueblo de Dios: los samaritanos, que no aceptaron la renovación, for-
maron su propia comunidad y desde ese momento iniciaron una perdu-
rable y trágica enemistad con el resto de los israelitas quienes, acaso
presionados por la inseguridad, decidieron mantener los antiguos carac-
teres para escribir las cuatro letras del tetragrama sagrado que forma el
nombre divino. El nombre de Dios, los caracteres que lo representaban
y los sonidos que lo reproducían llegaron a acumular un poder de tal
modo temible que los israelitas prefirieron evitarlo reemplazándolo por
denominaciones perifrásticas y sobre todo por el sustantivo
Adonay
(Señor).
La fase decisiva del culto al libro en la cultura hebrea se inició
hacia el siglo
VI
a. C. cuando Nabucodonosor sometió los territorios
palestinos e inició una serie de deportaciones que obligaron a unos 50
mil israelitas a permanecer cautivos en Babilonia. Lejos de la patria,
separados del templo y de sus tradiciones, hablando una lengua que no
era la de Moisés estos hombres sintieron como nunca la necesidad de
restaurar el libro original y organizar a su alrededor todo el ritual litúrgi-
co. En Babilonia comenzó la actividad de los
soferim
u hombres del
libro que por primera vez se plantearon sistemáticamente todos los pro-
blemas relativos a la restauración, y esta actividad entrará en su fase
mayor cuando, hacia el siglo siguiente, después de la liberación ordena-
da por Ciro, Artajerjes decida propiciar la reorganización de la nación
judía enviando al rabino Esdras, el hombre más versado en la Escritura
de su tiempo, para que éste reúna en Jerusalén a sus compatriotas y
anuncie la promulgación de la Ley de Moisés. Muchos estudiosos de la
escritura regresaron entonces con Esdras pero otros decidieron perma-
necer en Babilonia y, como consecuencia de esto, se formaron dos es-
cuelas de escribas que trabajaron paralelamente. De ambas escuelas se