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El libro y sus símbolos
las que era necesario volver una por una tomándola con dos dedos de la
mano. Mucho más rápidamente que los escritores hebreos, los escrito-
res cristianos adoptaron el códice, pues permitía un manejo más hábil
del libro y esto convenía mejor a sus prisas de comentadores y polemistas.
Esta forma favoreció una imaginación metafórica donde las hojas pasa-
ban en silencio como las horas del día, como las estaciones del año,
como las edades del hombre. El libro daba forma a la continuidad, a la
infinitud circular, al tiempo ineluctable e idéntico a sí mismo. Dios volvía
con sus dedos las hojas de la vida, hacía girar como un aire liviano el
volumen de las criaturas, y a los hombres ya no los abandonaría esa
sensación de que todo era continuo y a la vez irreversible.
Los cimientos del pensamiento cristiano fueron echados durante
los cuatro primeros siglos de nuestra era, en ciudades griegas de cultura
helenística y sometidas al poder romano. Su lengua fue originalmente el
griego y pronto también el latín. Ello significó, entre muchas otras cosas,
que los escritores cristianos enfrentaran primero y asimilaran después a
los escritores grecolatinos y que, para lo que nos interesa, intercambiaran
imágenes referidas al libro. Tal circunstancia iba a motivar que Clemen-
te de Alejandría, por ejemplo, quien fue uno de los grandes padres de la
Iglesia pero cuya cultura conservó su formación pagana, reviviera el
temor platónico a la escritura con esta metáfora: «Escribir en un libro
todas las cosas es dejar una espada en las manos de un niño».
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Inversamente, también iba a motivar que, como recuerda Curtius, los
poemas de Homero se convirtieran en textos sagrados a los que los
escritores paganos citaban como si se tratara de la Biblia. Pero hubo
una tercera consecuencia, mucho más importante que aquellos dos de-
2
Esta metáfora fue recordada y comentada por Jorge Luis Borges en «Del culto
de los libros»
(Otras inquisiciones).