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Raúl Dorra
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hojas que caen de los árboles, el latido de la sangre y el rugido del león
deberían ser descifrados como si se tratara de signos de una escritura
universal. En el alba del Renacimiento, todos hablaron a favor de ese
gran libro de la naturaleza y comenzaron a oponerlo al libro de los hom-
bres, incierto y de limitados alcances. Nicolás de Cusa, fiel a la lógica de
esta metáfora, alegó su convicción de que los libros de escuela son por
naturaleza engañosos y aseguró que el ignorante está dotado de mayor
sabiduría que los letrados pues éstos leen los libros escritos por los hom-
bres mientras aquél tiene ante sí los signos que Dios «escribió con su
propio dedo».
La idea de un libro de la naturaleza opuesto al libro de los hombres
se desarrolló en un vasto sistema de oposiciones que hizo pensar el
proceso de la cultura como una confrontación entre lo artificial y lo
natural, lo mediato y lo inmediato, lo educado y lo espontáneo, lo cerrado
y lo abierto, la escuela y el aire libre, y por fin los estudios y la vida.
Generalizada en todas las direcciones, la metáfora invadió la oratoria
sagrada, la especulación filosófica, la investigación científica, la literatu-
ra, la medicina y la alquimia. Paracelso,
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recordando a Hipócrates, diría
que el enfermo es el libro del médico y agregaría que es necesario inda-
gar la escritura de los astros pues el firmamento es «otra farmacopea»
casi al mismo tiempo en que Galileo encontraba que la naturaleza es un
tratado científico pues «está escrito en lenguaje matemático, y los sig-
nos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas».
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En el Renacimiento cundirá la idea de que para todo género de
saber había que dirigirse al libro de la naturaleza antes que al libro de los
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Recordado por Curtius, en
op. cit.
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Una minuciosa evocación del proceso intelectual y afectivo que a este respec-
to se operó en los físicos del Renacimiento, fue hecha por Arthur Koestler en su
libro
Los sonámbulos.