Raúl Dorra
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excluir el libro de los hombres y que el crecimiento de aquél necesaria-
mente se completa con una declinación de éste. Nada sería, sin embar-
go, más ingenuamente inexacto que ese pensamiento. Los que cultivaron
la metáfora del libro de la naturaleza no fueron otros que los hombres
del libro, y no podían ser otros. Pocos temas como éste fueron tan se-
ductores para la imaginación de poetas y filósofos. Nada, tal vez, como
esta negación de la escritura, produjo tanta escritura. San Buenaventura
escribió, y Nicolás de Cusa. André Gide no hizo otra cosa que escribir,
aun para recomendar que su libro fuera objeto de rechazo. Witman no
sólo escribió sino además se proveyó de una imprenta y él mismo impri-
mió ese libro que negaba los libros. Rousseau terminó de hundirse en la
locura cuando se convenció de que no había lector para sus libros ni en
la tierra ni en el cielo: lo último que intentó en su obsesión persecutoria
fue llevar un manuscrito al altar de Nuestra Señora de París para que
Dios mismo lo leyese. Eso ocurrió una tarde de febrero de 1776. Encon-
tró que la verja estaba cerrada e interpretó que Dios también se negaba
a ser su lector y eso fue ya demasiado para él.
En realidad, lo que esta metáfora supone es que el libro y el mundo,
o el libro y el hombre, se corresponden y se continúan como si uno fuera
el espejo del otro. Acaso el que vio primero esta verdad sea John Owen,
un autor de epigramas del siglo
XVI
de quien Curtius nos informa que en
vez de decir que el mundo era un libro prefirió declarar que su libro era
el mundo.
Creo que la tan fecunda imagen del libro de la naturaleza y todos
sus derivados no son sino un símbolo del creciente poder de la lectura
motivada a su vez por la expansión del libro. Se supone que hacia el siglo
I
de nuestra era los chinos ya producían el papel con trapos o sustancias
vegetales fibrosas, pero se sabe que esa antigua invención comenzó a
difundirse sólo cuando en el siglo
VIII
los árabes aprendieron a fabricar-