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El libro y sus símbolos
las ciencias, de las artes y de los oficios,
publicados por Diderot y D’
Alembert entre 1751 y 1780 resultan, sin discusión y crasamente, la
desembocadura inevitable de una forma de concebir la inteligencia y
construir el mundo. Acaso la frase de Mallarmé aludía a procesos toda-
vía más sutiles pero los tomos de esa Enciclopedia hacen evidente que
esta inteligencia necesita que todo desemboque en un libro, pues el libro
es el lugar donde finalmente todo se organiza para ella. Es como si el
mundo no tomara forma —es decir: no se hiciera mundo— sino ante la
mirada que es capaz de recorrerlo como si fuera un libro. Mundo y libro,
naturaleza y signo, todo es una continuidad que construye la lectura.
Con la mirada pasamos el arado.
La cultura, para nosotros, casi no consiste en otra cosa que en
aprender a leer. Los libros nos enseñaron a leer la escritura y también
nos enseñaron a leer la naturaleza, a convertir todo en signo. Otras
culturas procedieron de otros modos, trazaron otros signos sobre otros
espacios, procesaron otras metáforas. La nuestra consiste en un movi-
miento circular que comienza y termina en el libro. Nuestra inteligencia
es una mirada. Su oficio es el desciframiento y, por ello, la construcción
de símbolos. La poesía romántica, la literatura mística nos han asegura-
do que el verdadero conocimiento es inefable y por lo tanto el libro no
puede contenerlo. Acaso sea así, pero aun esas voces nos llegan con el
libro. Avanzamos sobre el mundo elaborando textos, descubriendo gra-
máticas. El tiempo y nuestros hábitos mentales hicieron que las líneas de
las manos, el viaje de las nubes, los impulsos del corazón, las arrugas del
rostro y la llegada del invierno se convirtieran en libro. Así, las cosas
revelaron su lenguaje, instauraron ante nuestros ojos su capacidad
significante. Mucho hemos aprendido sobre esta capacidad en el pre-
sente siglo, dominado por las ciencias del lenguaje, un siglo en el que
hemos visto cómo la lingüística se continúa naturalmente con la semióti-