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Valdivia
mos, que vaya a ver a los muertos, que vaya a ver, que vaya a ver.»
Zedillo dice un chistorete de los que acostumbra; lleva camisa de cua-
dros, pantalón nuevo de mezclilla. El Presidente aborda su presente,
comienza a tomar distancia real, ya en el aire se ve una mano diciendo
adiós, quizás adiós para siempre. Zedillo no caminó entre los cientos y
cientos de casas hundidas por la arena; no olió el tufo de la muerte; no
metió en su piel lo gritos de los humanos arrastrados por las corrientes
apocalípticas. Zedillo reclama, no pudo con el paquete, ya que él dejó
claro que era un asunto de Estado controlar la catástrofe: los militares
harían la comida y administrarían la ayuda.
Los cuatro helicópteros despegan uno a uno por distintos lugares,
ahí van funcionarios, la Caravias, de la Fuente, militares, periodistas, se
van sin sentir el dolor que mana cerca; se van sin percibir el abismo
entre damnificados y no damnificados; se van en lugares cómodos para
tomar «medidas» y decir a los medios lo mucho que hace el gobierno; se
van sin constatar que los soldados van y vienen sin hacer nada, que sólo
palean un rato mientras está en el ambiente la presencia de su coman-
dante supremo; se van sin observar a los soldados hacer rondines con
pelotones de más de 50 elementos, vigilando arma en ristre zonas de-
vastadas, casas despanzurradas, lozas de techos en el piso, millares de
ramas y de troncos, desolación de este momento, desastre prolongado
por quién sabe cuánto tiempo.
El Presidente se va sin haber caminado solo entre esas dunas ahí,
apenas a unos metros de su visión. Se va y quizás vendrá, volverá sin
estar; hará otra gira sin asumir las expectativas que genera su presen-
cia. El Presidente no caminó sobre Valdivia, tampoco sintió la grotesca
manera de morir sepultado entre tanto fango. No oyó los gritos, no sintió
las manos aferrarse a la nada.
Valdivia desapareció y muchas otras regiones. Aún no se cuantifi-