Carlos Escandón D.
SJ
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girnos en la filosofía escolástica, y después de la experiencia del magis-
terio, los años de teología dejaron en mi vida una actitud ante los proble-
mas de la ciencia y los infinitos misterios de la existencia.
Esto, no obstante, debo afirmar que toda mi formación fue
preconciliar
, es decir, fui formado en el final de la modernidad. Viví
toda la estructura que vería yo derrumbarse cacho a cacho después del
Concilio, pero en aquel momento se veía y se creía profundamente sóli-
da, monolítica, casi perfecta, impecable. Nuestras tesis eran absoluta-
mente ciertas, teníamos la verdad agarrada del cuello.
La estructura de la modernidad iniciada en el Renacimiento y afian-
zada en los siglos
XVIII
y
XIX
se vio reafirmada a principios del siglo
XX
con el positivismo científico y el racionalismo filosófico. Los conceptos,
las estructuras racionales, la cuantificación de los fenómenos y la for-
mulación de sus procesos dejaba inerme y desnuda a la realidad quitán-
dole todo el ropaje de su misterio. La objetivación del conocimiento natural
y humano creía dominar la realidad existencial. Fue necesario en 1945, la
posguerra, la Europa devastada, Sartre quien volvería a leer a Kierkegaard,
para aceptar que el mundo había cambiado, para aceptar la debilidad de
la razón. Pero en los grandes Seminarios Católicos la Escolástica vivía
todavía las «certezas» del racionalismo conceptual decimonónico con-
servadas como las polvorientas barricas de los vinos añejos en las tradi-
cionales cavas.
Las tesis de la filosofía escolástica eran lógicamente impecables,
pero varios supuestos de sus premisas no se cuestionaban. Las verda-
des teológicas tenían fundamentos dogmáticos también aceptados, por
tanto había que oír a sanAnselmo: «
Intellectus quaerens Fidem et Fides
quaerens Intellectum
».
A esta postura intelectual de seguridad dogmática y metafísica (con-
ceptual), seguía existencialmente en el orden práctico organizacional