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Carlos Escandón D.
SJ
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rio vecino al milenario Panteón Romano, mi conciencia, mi fantasía, mi
memoria, me daban muchas vueltas. Los cursos de la Gregoriana segui-
rían su programa establecido, pero algo había pasado que sacudía la
estructura toda de la misión de esa universidad en particular, encargada
de formar sacerdotes y muchos futuros obispos para la Iglesia del mun-
do entero. La plática de la azotea del Seminario jesuita en México volvió
a mi memoria. ¿Cuántos años...?
La primera impresión posconciliar que recuerdo, quizá desde aquella
misma tarde, es de
incertidumbre
. No veía con claridad el
NORTE
de mi
brújula. Los ojos del búho filosófico se deberían abrir a otros escenarios
y redefinir la verdad del acontecer humano. ¿Cómo validar el
SER
y el
SABER
? ¿Cómo desde el escurridizo
SER
analógico explicar la pluralidad
en constante cambio? ¿Y en el cambio qué es real de lo que permanece
y qué es real de lo nuevo? ¿Y en este devenir del pensar y del
SER
cómo
ver y cómo vivir la Iglesia y su misterio? La seguridad de la autoridad
dogmáticamente fundada no tiene ya la misma estabilidad. La incerti-
dumbre existencial iba a tener diferentes salidas, desde la reafirmación
en la Fe, hasta el secularismo devastador de la Iglesia y de la sociedad
con todos sus puntos intermedios.
La segunda vivencia fue de
esperanza
por la apertura en el diálo-
go ecuménico con otros creyentes cristianos o no cristianos y con el
mundo en relación con sus estructuras económicas, políticas, sociales y
culturales. Esa era la atmósfera vivida en círculos de estudiosos y de
simples cristianos. La respuesta del Concilio abrió las ventanas y las
puertas para oírnos, para escucharnos. Muchos lo deseábamos. Esta
apertura hacía un llamado a la
responsabilidad
de nosotros mismos y
de los
otros
.
Estos signos de esperanza y apertura no se han entendido igual-
mente por todos y en ocasiones las puertas y ventanas se han comenza-