Jorge Martínez Sánchez
55
que acompañan y matizan el camino de decisión. Proponer que estos
son los únicos que conducen o culminan el proceso, sin embargo, es
estar en poco contacto con la experiencia de decidir. Porque cuando
alguien selecciona y organiza los datos, los jerarquiza y relaciona, están
presentes sentimientos, valores y prejuicios; pero el proceso es, por de-
finición, intelectual; estas operaciones son cognoscitivas no afectivas y
están conducidas por la inteligencia. Y así del resto de las operaciones
intelectuales. Desde el inicio del proceso, podemos observar que este
tiene un componente afectivo, pero el proceso no sólo está configurado
por los sentimientos. El que arriba hayamos podido exponer las opera-
ciones intelectuales por sí mismas no surge de un subterfugio retórico;
realmente pueden observarse estas operaciones funcionando al decidir,
y en verdad podemos advertir cuándo las llevamos a cabo a satisfacción
o cuándo las obstruimos o desviamos, porque ellas tienen sus propias
reglas, su propia manera de realizarse bien o mal, prescindiendo de las
operaciones afectivas que las acompañan.
Pero entonces, ¿qué explica que lleguemos a una decisión? ¿Cuál
es, en definitiva, la causa? ¿Qué sucede entre el momento en el cual
afirmamos que una es la acción correcta, y el momento en el cual nos
decidimos por ella? La causa de este paso de la valoración a la decisión
somos nosotros. Lo que ocasiona que nos decidamos es que somos se-
res que decidimos. No hay más causas. Lo que termina el proceso de
decisión, es nuestra decisión. No hay en medio nada más que entender.
Percibimos, comprendemos, valoramos y decidimos. Nosotros somos la
única explicación. Esta posibilidad de elegir entre dos acciones alterna-
tivas es, precisamente, nuestra capacidad para actuar en libertad.
Una nota final: por lo expuesto hasta aquí, podemos afirmar que la
expresión «decisiones libres» es un pleonasmo. En realidad, o podemos
decidir ante acciones alternativas, o no podemos. Si nos constriñen de