Página 8-9 - mayo2013

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formando el
mosaico
mosaico
central
[ 8 ]
la palabra
emet
[’verdad’], de modo que, una vez concluidas las
labores diurnas, pudiera borrar la primera letra y quedara sola-
mente el vocablo
met
[‘muerte’], convirtiendo a su criatura en un
montículo de arcilla. Sin embargo, Prometeo nunca podrá eludir
la venganza divina de haber hurtado el fuego del conocimiento.
En una ocasión, Yehuda Löw olvidó borrar el signo de la frente del
Gólem, provocando que el monstruo escapara de la sinagoga a la
que había sido confinado y, una vez libre en las calles, aterrorizará
al
guetto
judío con su ira incontenible y fuerza sobrehumana.
La historia del Gólem se mantiene hoy, como una metáfora
del poder destructivo de la vida artificial. Su lenguaje místico y la
relación que guarda con los pasajes bíblicos de la creación, han
despertado la imaginación de autores y cineastas como el caso
de Gustav Meyrink, quien retomaría esta leyenda para publicar,
en 1915, una novela cautivadora donde el protagonista descubre
que la vida de un simple hombre puede estar condicionada a los
poderes ocultos de los libros y las palabras.
Es innegable que toda historia de vida artificial nos traslada,
invariablemente, a la novela de Mary Shelley. No hay mayor
metáfora del poder incontenible de la ciencia que la historia del
monstruo del Dr. Frankenstein. No es aleatorio que el tiempo
haya confundido. A través de un
lapsus
apasionante, el nom-
bre de la criatura con el de su creador. Tampoco que el grito de
“!Está vivo!” haya pasado a la historia como un eslogan de la
demencia —recordemos que esta elegía no suscita en el libro de
Mary Shelley, sino en la película protagonizada por Boris Karloff
y dirigida, en 1931, por James Whale—.
Sabemos, entonces, que la llama divina está ligada a la locura
y que la monstruosidad responde, invariablemente, al poder de
las palabras. No es extraño que muchas novelas y obras cine-
matográficas jueguen con la posibilidad de que los personajes
creados por un escritor o un artista, cobren vida de manera sú-
bita y cuestionen, con la agonía de su consciencia, las intencio-
nes de su creador. Augusto, el protagonista de
Niebla
, novela de
Miguel de Unamuno, sufre una serie de desaires románticos que
lo llevan a enfrentar al autor español y reprocharle el hecho de
que, por ser un simple personaje de ficción, deba verse inmerso
en semejantes infortunios por el capricho de un simple escritor.
En el caso del teatro, Luigi Pirandello se encuentra con que los
personajes que ha creado para su más novedoso drama, han
adquirido vida propia y buscan un sentido de existencia que no
puede serles concedido por el dramaturgo italiano.
Estos juegos
metaficcionales,
que ahondan en la premisa de
que los libros cobran vida por
la simple intención de crearlos,
implican, también, la posibili-
dad de que nosotros y lo que
nos rodea haya sido creado, de
la misma manera, por un autor idiota que no supo cómo conte-
ner su imaginación. Tal vez el ejemplo más escalofriante puede
leerse en
Exilio
, un cuento de la era dorada de la ciencia ficción
en donde Edmond Hamilton habla de la posibilidad de que los
mundos imaginados por los autores de este género existen en un
plano dimensional distinto al nuestro. El colmo de esta situación
suscita cuando nos percatamos de que nosotros también po-
dríamos encontrarnos en ese espeluznante supuesto.
Este es, al final, el verdadero poder de la palabra. Y como
todo lo incomprensible de este mundo, debemos mantenernos
al margen de los dominios de la creación. Después de todo, tal
vez, al ser el producto insulso de la imaginación de alguien —un
alguien cualquiera—, uno de estos días seremos súbitamente
suprimidos de la existencia con el simple suspiro de aquel que
decidió dejar de creer en nosotros.
Por: Víctor Carrancá de la Mora,
alumno de la Maestría en Letras
Iberoamericanas
La historia nos lo dicta: el mun-
do fue creado a través de la palabra.
Fuera de los postulados cabalistas
y de las referencias bíblicas, alguien
—un alguien invisible cuya palabra o
pluma poseía el poder incomprendi-
do de la creación— decidió manifes-
tar su voluntad y dar vida a aquello
que, involuntariamente, no podía
—y quizá, no debería— existir.
Este es el verdadero hálito divino.
Un susurro tímido, tal vez una pluma
avergonzada que, sin tener la certe-
za de lo que sucedería, se atrevió a
darnos vida con aquel murmuro de
“hágase, hágase, hágase….”
Hágase a un lado la posibilidad de
que el verbo creador haya provenido
de uno, dos o cien mil dioses que no
supieron mantener la boca cerrada.
Lo cierto es que la historia se escri-
be. Sea en tablas de piedra, estelas
de dioritas o cámaras sepulcrales, si
miramos hacia atrás, hacia nuestro
incierto origen, descubrimos que la
palabra es lo único que sobrevive el
paso del tiempo y desmiente lo ilu-
sorio del pasado.
Tal vez, la idea de que el Universo
ha nacido a través de una locución
fonética es algo que resulta, en oca-
siones, inconmensurable. Limitémo-
nos entonces, a concebir el poder de
la palabra como una condición para
la existencia del ser humano. Por su-
puesto, la mayoría de las cosmogo-
nías antiguas indican que los dioses
—sea por un acto de benevolencia, curiosidad infantil o el ocio
causado por tener una infinidad de tiempo en las manos— mez-
claron la tierra con el verbo divino. Desde el
Enuma Elish
, poe-
ma babilónico de la creación, hasta la propia Biblia, coinciden en
esta “fórmula divina”.
Desafortunadamente, el método sagrado de la creación ha sido
patentado por los dioses de la antigüedad. Cualquier pretensión
de robar esta fórmula implica una transgresión de las leyes más
altas de la propiedad intelectual. El resultado será la invención del
“Monstruo”, con cabal cumplimiento de su origen etimológico.
De la misma manera que el origen del ser humano guarda un
vínculo ineludible con “La Palabra”, este último ha intentado re-
producir la fórmula mágica de la creación por los medios menos
convencionales. Cuando Yehuda Löw, rabino conocedor de la
cábala, hizo uso del
Šem hameforáš
, ‘Nombre divino’, para dar
vida al Gólem, lo hizo con el único fin de que su hombre de barro
ayudara a los judíos del
guetto
de Praga con algunas tareas do-
mésticas. Así, el rabino solía marcar la frente del monstruo con
Los dioses y la
creación
del monstruo
Por Adriana Gorra Valtierra, alumna de la Licenciatura
en Interacción y Animación Digital
En el principio creó Dios los cielos y la tierra.
Y la tierra estaba desordenada y vacía,
y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo,
y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.
Y
dijo
Dios: Sea la luz; y
fue
la luz.
Y vio Dios que la luz era buena. (Génesis 1:1-4)
L
a palabra es el comienzo del universo. Y no me refiero al
sentido mítico señalado en la Biblia, sino más bien en uno
más metafórico: la palabra precede a la conciencia y mar-
ca los límites del cosmos humano. Aunque digan que una
imagen vale más que mil palabras, o que afirmen que en la comu-
nicación humana sólo el 10% es realizada por el habla, lo cierto es
que la palabra -pensadas y habladas- tiene más importancia de la
que se atreven a reconocer.
Es sólo hasta que nombramos a los objetos, fenómenos, con-
ceptos o seres que éstos pueden entrar a nuestra conciencia y for-
mar parte de nuestro sistema cognitivo. Dios al nombrar las cosas
las creaba, nosotros al hacerlo reconocemos su existencia. Es sólo
a partir de que les asignamos un nombre que podemos colocarles
un lugar en el universo, una explicación, comunicar nuestras ideas
al respecto con otros seres humanos de manera que enriquezca-
mos su significado.
Pero el lenguaje no sólo ayuda a la organización del mundo ex-
terno, sino también define la configuración del interno. Ya han sido
múltiples los teóricos que han señalado cómo el lenguaje, cultu-
ralmente aprendido, determina la manera en que vemos el mundo
y pensamos. Sólo por citar un par de ejemplos consideremos la
postura feminista que denuncia la diferenciación del significado
de sustantivos y adjetivos sólo por cambiar de género -palabras
como zorro, zorra, golfo,
golfa, aventurero, aventure-
ra, etc.- y en cómo esto es
el reflejo de un pensamien-
to patriarcal y misógino en
las culturas hispanohablan-
tes. Otra situación parecida
la encontramos en el idio-
ma inuit -hablado por el grupo esquimal del mismo nombre- en
donde la lengua reconoce más de 30 tonalidades de blanco -con
un nombre cada una- y tiene 40 palabras que denominan diver-
sas situaciones en donde nosotros sólo utilizaríamos la palabra
“nieve”. Este fenómeno sin duda señala más que una mera di-
ferenciación del ecosistema en donde esta cultura se desarrolló,
también indica una configuración psicológica que sensibiliza sobre
fenómenos más constantes en su entorno que en el nuestro -el
blanco, la nieve-. No es que en México y otros países hispanos no
existan todas esas tonalidades de blanco, pues existen, pero aquí
no
necesitamos
distinguir entre todas ellas. Muchos incluso somos
incapaces de hacerlo.
Por el mismo motivo de que el lenguaje delimita la manera en
que podemos ver al mundo, el impacto de este sobre nuestro
universo interno es inmenso. De este postulado parten múltiples
doctrinas y filosofías que sostienen que los pensamientos -confi-
gurados por palabras- tienen una repercusión directa sobre nues-
Y Dios dijo:
sea la luz; y fue
la luz
tras ideas, emociones, actitudes y
destinos. Si no dejamos de repetir-
nos una y otra vez ideas como “soy
un perdedor”, “no puedo”, “nadie
va a quererme” o “esto puedo ha-
cerlo”, “si vuelvo a intentarlo seguro
saldrá mejor” “la gente me quiere
porque soy una persona valiosa”,
etc., es altamente probable que
convirtamos estas declaraciones en
realidades. Por lo tanto, la manera
en que nos expresamos, las palabras
que elegimos para comunicarnos con
otros expresan ampliamente esta
configuración interna. Frases como
“se me escapó”, “no pensé lo que es-
taba diciendo”, “es un decir” son sólo
pantallas para disfrazar aquellos im-
pulsos subconscientes que no pode-
mos controlar, aquellas ideas que se
escapan de la privacidad de nuestra
mente y llegan por accidente a otra
persona. Las bromas también pueden
entrar dentro de este rubro.
Las palabras configuran el mundo,
por ello el uso que hacemos de ellas
debería
ser cuidadoso. Cuantas se-
millas de amor, esperanza, odio y
miedo hemos sembrado a través de
ellas. ¿Por qué si se llevan a cabo de-
bates profundos sobre el uso de las
armas de fuego, y otras situaciones
que pueden considerarse peligrosas
para la sociedad, no se discute de la
misma forma los lineamientos para
la utilización de las palabras? Así
es, hablo de una discusión a fondo
sobre la libertad de expresión, aque-
lla libertad que se da por hecho sin
definir límites, una libertad donde
todo se vale aunque las palabras puedan ser más peligrosas que
un arma empuñada, palabras que han llevado a países enteros
a la masacre, a la histeria colectiva y diversas y escalofriantes
manifestaciones de odio. Es gracias al conocimiento del poder
cautivador, enervante de las palabras, que los grandes oradores
de la historia han logrado transformar al mundo ¿Por cuál otro
medio podrían transmitirse ideas con tan alto impacto como las
contenidas en el nazismo, socialismo, capitalismo, cristianismo,
pacifismo, y otras corrientes de pensamiento? ¿Quién en su vida
nunca ha sido profundamente tocado por la letra de alguna can-
ción, una frase, un libro o una historia relatada? ¿Quién no ha
hallado consuelo, desaprobación, seguridad, impulso en las pa-
labras que alguien nos haya dicho? Las palabras tienen un poder
transformador. Transforman al mundo, a los que nos rodean y
a nosotros mismos, y todos tenemos este poder al alcance de
nuestra lengua. Y tú, ¿cómo lo utilizas?
¿Quién en su vida nunca
ha sido profundamente
tocado por la letra de alguna
canción, una frase, un libro o
una historia relatada?
La palabra es lo único que
sobrevive el paso del tiempo y
desmiente lo ilusorio del pasado.
Ilustración: Lissette Rojas Tejeda