Página 5 - septiembre2014

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El viernes como a las nueve y media empecé a recibir un montón de llamadas. Era gente del pueblo,
que generalmente no me llama al celular, y menos durante mis clases.
—Maestro, ya están aquí las máqui-
nas—
decía la voz espantada de don Ernesto, un hombre de 70 años que, como muchos campesinos que
conozco, tiene un físico de un hombre de 30 años. Don Ernesto, un campesino de un poblado llamado Tecua-
nipan, hablaba de la maquinaria que comenzaba la instalación del gasoducto Puebla-Morelos. El proyecto,
una inversión de transnacionales promovida por el Gobierno Federal, pretende llevar gas natural a los estados
de Puebla, Tlaxcala y Morelos.
Seguro que la noticia me sorprendió, aunque sólo como una mala noticia que ya esperaba. Esa llamada, sin
embargo, me hizo recordar otra ocasión, un año antes, cuando don Ernesto y otros tres campesinos, habían
llegado a mi casa, pidiendo ayuda:
—Maestro, necesitamos que nos eche la mano. Ni siquiera entendemos lo
que dicen lo papeles que nos mandan—
recuerdo que me explicaban, esa vez sobre el proyecto de carretera
que partiría en pedazos sus tierras de cultivo. Como éste, podría contarles una hilera más de veces, todas las
peticiones y dudas que la gente del pueblo ha llegado a ponerme enfrente.
Lo curioso es que, lejos de hacerme sentir importante, estos eventos, cada vez, me ponen triste. Y es que
ningún campesino, mexicano o ser humano tendrían que depender de nadie para poder leer un papel oficial,
para entender algo que tiene que ver con su propia vida, con su futuro.
La brecha educativa es una realidad triste de nuestro México. Sin embargo, es solo una pequeña parte del
más grande “elefante en el cuarto”, cuya sombra cubre todo nuestro país y que nos empeñamos en ignorar:
la dolorosa injusticia social que persiste. Así, los campesinos de Tecuanipan son solo una pequeña muestra
de otros grupos indios, de México, Latinoamérica y del mundo. Y estos son, a su vez, muestra de todos los
demás grupos vulnerables que silenciosamente, están pidiendo a gritos nuestra ayuda.
Muchos pensarán que el problema de la injusticia es responsabilidad de alguien más, allá en los Pinos, o que
es culpa de nuestros diputados y representantes. Los más aventurados pensarán que es la culpa del “sistema”.
Y muchos más pensarán que hace falta un líder carismático, inspirador, que venga a poner en orden este
mundo, que ahora parece de cabeza.
Todo lo anterior pareciera ser nada más que una forma de justificar nuestra pasividad.
Seguro que nos hacen falta buenos líderes, que cambien, de una vez por todas, un sistema esencialmente
injusto. Pero esperar a que estos líderes lleguen y les den una patada en el trasero a nuestros insignes
políticos puede ser una espera de toda una vida. Esperar que alguien haga todo por nosotros puede ser una
forma de escapar a una realidad que se muestra cada vez más polarizada, cada vez más cruda.
Tal vez tengamos que dejar de imaginar al líder perfecto como aquel que se va a subir en una silla y va a guiar
a las masas. Tal vez tengamos que olvidarnos del líder que acumula méritos individuales y que, sin reconocer a la
gente alrededor, se llama exitoso.
Tal vez tengamos que empezar a imaginarnos a nosotros mismos como líderes de nuestro propio cambio,
líderes que construyan la colectividad. Tal vez, de una vez por todas, tengamos que imaginarnos como héroes
de nuestro tiempo.
Por Mtro. Manuel Palma Barbosa, académico del Departamento de Arte, Diseño y Arquitectura
Ilustración: Cristina Bermúdez Flores, alumna de la licenciatura en Diseño en Ineracción y Animación Digital