Rúbricas 2

105 y “no se parece a lo de allá”, teniendo a Chiapas como referencia, para que el proyecto sea otra cosa que lo único que puede ser: contribución a ese proceso cada vez más acelerado de desaparición de los campesinos como grupo social. Y tampoco podemos dejar de notar, ni mucho menos dejar de señalar con claridad, las condiciones en las que se está dando la aplicación del proyecto, que no son sino condiciones de aplicación derivadas del ninguneo y del olvido de la existencia campesina; y, lo más grave, son condiciones que muestran la repetición de formas manidas y desgastadas de relación entre ciudadanía y poder público. En el proyecto de ciudad rural de San Miguel existe –tanto en la forma de concebirlo, en la manera de anunciarlo, en los modos de buscar ganar simpatía hacia él, por no decir de venderlo, como en los mecanismos para impulsarlo– un modo de actuar marcado por la soberbia y la arrogancia, como resultado de una modalidad de hacer las cosas que es de negación y olvido del campesino como campesino, y una forma de actuar que privilegia consideraciones de eficacia y eficiencia. Se da por hecho que el proyecto es bueno porque ha sido calculado con técnica y razón; se presupone que no es necesario presentar el proyecto de manera completa y exhaustiva porque su dominio requiere de saberes especializados que no están al alcance de todos; se considera que lo que hay que mostrar es lo mostrable, aquello que suponga la aceptación de la propuesta –como las palabras de Esteban Moctezuma, de Fundación Azteca, en el acto realizado en San Miguel para presentar el proyecto; no tienen desperdicio: ¡que palabras más “animosas y tiernas”, dirigidas convincentemente a un público al que se presupone que hay que hablarle así, con sencillez, para que entienda!– porque explicado así, quién se va a negar a los servicios, a las oportunidades de ingreso, a la vivienda, a las escuelas para los hijos y las hijas. Se da por hecho que el proyecto es lo que se necesita para resolver el problema de la pobreza, porque es resultado de la aplicación de un saber especializado que sí sabe de erradicación de la pobreza. Decidido el proyecto de la ciudad rural (¿quién lo decidió?, ¿con arreglo a qué facultades para definir la vida buena que los demás deben preferir, lo hizo?, ¿por qué se decidió así, allí, por ejemplo?, ¿cómo se decidió?), su aplicación ocurre como intervención en la realidad para adecuar los procesos comunitarios, la vida local, o al menos una parte de ella, a la lógica de implementación necesaria para que el proyecto resulte: no sólo consentimiento activo de los afectados, sino alineación de los actores locales y de su dinámica de relaciones para hacerlo posible. No puede haber construcción colectiva de lo que ya está elaborado, tampoco es posible generar procesos de reflexión y producción compartida de conversaciones para imaginar futuros deseados; lo que queda, lo que se está dando es la presentación de un futuro, la ciudad rural, como futuro que hay que desear. Así, luego de los actos protocolarios de consulta en los que se presentan autoridades de gobierno, se comisiona a “cuadros” técnicos con nula capacidad de decisión y un conocimiento parcial del proyecto, muchos de ellos animosos y dispuestos jóvenes denominados “enlaces”, para que expliquen la bondad del proyecto y sus ventajas, para que hagan la “consulta” en las comunidades e informen a sus superiores, para que ellos informen que ya informaron, que ya consultaron, que no se ha dejado de informar a la población (y enumeren las reuniones, las asambleas comunitarias, las consultas públicas realizadas para afirmar con certeza que ha sido un proceso participativo). En esto estamos ahora. En lo que está sucediendo hay una triste continuidad; lo de siempre: proclividad a la desinformación; control del proyecto por pocas personas, los técnicos especializados y de alguna manera algunos cuadros políticos; desconocimiento generalizado de lo que se va hacer, de lo que sigue; repetición de lo mismo en los modos de “consultar” y de promover la participación ciudadana. Son los modos de siempre al diseñar, gestionar y administrar la política pública. Porque, además, a nivel local la aplicación del proyecto está marcada por un estilo que asoma como autoritario por parte del presidente municipal. Hay descontento porque hay desconcierto acerca de lo que está pasando y por los modos y estilos de gobernar. El desconcierto reaviva diferencias históricas entre San Miguel y las comunidades del interior, la cabecera municipal incluida. ¿Cuánto importa esto en la estrategia de aplicación del proyecto? La Presidencia municipal ya ha hecho uso de la fuerza pública ante quienes protestan y cuestionan, lo que es inédito en Zautla, al menos desde hace treinta años. No hay claridad del proyecto y se actúa desde el afán de control, promoviendo a personas afines en los cargos comunitarios. Esto ha generado el conflicto actual. Lo otro: las posibilidades de la sensatez, pero también de la resistencia social ¿De qué lado queda la sensatez como valor político, como ejercicio de responsabilidad en la arena de lo público? Probablemente nada va a cambiar en la implementación del proyecto, pero no podemos dejar de hacer la reflexión, además de fijar con claridad nuestra apuesta como personas que han acompañado a otras y a colectivos en sus sueños y afanes por lograr una vida digna en las comunidades de Zautla: no se está mostrando sensatez en la actuación de los funcionarios públicos y la autoridad municipal. Esto hay que decirlo. Porque esto se está haciendo mal. Más allá de querer resolver el rezago y la pobreza en la zona, esto se está haciendo mal porque se ha decidido, hasta hoy sin ninguna explicación, un proyecto que va a lastimar de manera fuerte la vida campesina de Zautla y de municipios aledaños, pero además porque no se ha mostrado capacidad de escucha. Porque escuchar no es lo que se ha hecho. Han ido, están yendo a las comunidades del municipio a decir qué se ha decidido, qué se va a hacer y, si acaso, se va a oír y saber qué estrategias de alineación utilizar.

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