Rúbricas 3

63 Los autores hacen un interesante repaso de las ideas liberales y nacionalistas del siglo xix, examinando algunas de las principales tesis de Clavijero, José María Luis Mora, Francisco Pimentel y Ricardo García Granados, quien, en el contexto ideológico de la revaloración del mestizaje, exaltaba las cualidades físicas de los mestizos mexicanos, destacando su capacidad de carga y aguante, del mismo modo que el tonto de Vicente Fox lo haría un siglo después, cuando en Estados Unidos exaltó la capacidad de trabajo de los mexicanos, diciendo que realizaban labores que “ni los negros querían hacer”. Una excepción en esta línea de pensamiento fue Andrés Molina Enríquez, para quien el “mestizaje bueno” no era el que conducía al blanqueamiento, sino el que provenía de la sangre original indígena. En el libro se revisan también las tesis que surgieron del darwinismo social de Spencer, reformuladas singularmente en México por Vicente Riva Palacio, quien para exaltar una supuesta superioridad física de la población indígena, argumentaba la falta de pelo en el cuerpo, la musculatura de las piernas y la perfección de la dentadura en la que los colmillos se habían convertido en muelas y habían desaparecido las del juicio. El darwinismo social en realidad propició un racismo de Estado a principios del siglo xx, en el cual asumió como política nacional el control sobre los patrimonios genéticos de la sociedad y su defensa ante posibles agentes de la degeneración. Simultáneamente a este racismo biológico se produjo una discriminación gastronómica en la que se enaltecieron las cualidades del trigo, de origen europeo, frente a las supuestas deficiencias de los otros dos cereales: el arroz, de origen oriental, y el maíz americano. Hay que recordar que en los 20 banquetes porfiristas que se organizaron en 1910 para conmemorar el centenario de la Independencia no se sirvió un solo plato o bebida mexicana, pues se consideraba de mal gusto plebeyo colocar una tortilla o un vaso de pulque en la mesa. Todo fue, naturalmente, comida y vinos franceses. El indigenismo que surgió con la Revolución cambió algunos aspectos de la argumentación en los proyectos por “mejorar la raza mexicana”. Se sustituyó la vieja ortodoxia racista porfiriana, sustentada en el darwinismo spenceriano, por una antropología indigenista integracionista. Es decir, sólo se cambió el ángulo desde el cual se pretendía eliminar al indio. En el repaso que hacen Jorge y Maru de la literatura indigenista hay una ausencia que lamento porque deja la impresión de que no hubo una crítica al indigenismo desde la propia antropología, me refiero al libro colectivo De eso que llaman antropología mexicana, escrito por Arturo Warman, Guillermo Bonfil, Margarita Nolasco, Mercedes Olivera y Enrique Valencia, publicado en 1970. Los autores tienen bien localizado el punto de arranque de la política indigenista, que está sintetizada en una frase que Lázaro Cárdenas pronunció en el célebre Congreso de Pátzcuaro en 1940. Con esta frase señaló de una vez el rumbo que se seguiría durante el resto del siglo xx: “Nuestra postura indígena –dijo Cárdenas– no está en conservar indio al indio, no está en indigenizar a México, sino en mexicanizar al indio”. Esta condena a muerte de la cultura indígena, desde luego, por su propio bien y por el bien de la nación, se implementó de muchas formas, entre otras con la supuesta educación bilingüe, que sólo fue una vía de acceso para castellanizar; con los albergues para niños indígenas que eran separados de sus familias para escolarizarlos; con proyectos productivos muchas veces ajenos a los intereses de las comunidades, en fin, con una visión occidental, a la mexicana, que día a día minaba los valores, el pensamiento y las prácticas ancestrales de los pueblos indios. Esta política fue duramente criticada por los autores que he mencionado y poco después por lo que se dio en llamar la nueva antropología, de orientación marxista, que le auguraba a los indios otro futuro, quizá más justo e igualitario, pero que también exigía de ellos que dejaran de ser quienes eran para sumarse a las fuerzas de un proletariado que construiría una sociedad socialista. Vanas ilusiones se tejieron entonces en torno a un proletariado que no fue capaz, siquiera, de sacarse de encima a un vejete autoritario como Fidel Velázquez. Una modalidad muy importante en la oposición al indigenismo oficial fue la rebelión zapatista, que en un principio, según hicieron saber sus dirigentes en la Primera Declaración de la Selva Lacandona, aspiraba a la toma armada del poder y a la construcción del socialismo en México. La originalidad de la propuesta residía, entre otras cosas, en que ya no se le pedía al indio que se desvaneciera en el panorama nacional y reapareciera como un mexicano más, sino en que, siendo un mexicano más, permaneciera como indio con las particularidades culturales a las que tiene pleno derecho, como individuo y como ser colectivo. Esta propuesta no apareció, sin embargo, en el plan de gobierno que en un principio plantearon los zapatistas rebeldes, en el que no tenían un apartado para la cuestión indígena; la propuesta se fue perfilando posteriormente, hasta llegar a convertirse en el centro de sus demandas, cuyo cumplimiento, bajo la forma de los Acuerdos de San Andrés, hoy reclamamos muchos mexicanos. Es en el umbral de esta discusión imprescindible donde nos deja el libro de Maru y Jorge, y me gustaría aprovechar esta oportunidad para dar un paso y adentrarme con algunos comentarios. Uno de los núcleos de discusión al que nos conduce la lectura del libro tiene que ver con la tensa relación de polaridad que mantienen entre sí, por un lado la multiculturalidad y por el otro el pluralismo. Digo pluralismo, no pluralidad, pluralismo en el sentido en que lo entiende Giovanni Sartori, es decir, como una política sustentada en los principios de la tolerancia, las relaciones de reciprocidad y la procuración del entendimiento y la concordia intercultural. Pongámonos de acuerdo en el sentido de los términos: multicultural y multiculturalismo no son la misma cosa: el primero se refiere, simplemente, al reconocimiento de una realidad en la que existe una diversidad cultural, mientras

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