Rúbricas 7

14 Primavera - Verano 2014 Esta observación es muy clásica y banal y puede ser interpretada de maneras contradictorias. Muchos creen que participamos de manera cada vez más amplia en un mundo integrado. Un número más reducido de personas piensan que la globalización, que ha empezado con tecnologías, mercados y sistemas de comunicación, llegará rápidamente a los programas de educación, a los gustos musicales a través del universo casi sin límites de Internet. Es posible, en efecto, pensar que todos los continentes participan en el crecimiento económico y en lo que durante mi juventud se llamaba “desarrollo”. Pero no puedo estar satisfecho con estas observaciones, pues estoy convencido que entramos en un universo nuevo, aunque poco o nada sepamos de las orientaciones culturales, de los conflictos sociales y de las instituciones políticas de este mundo nuevo y que, en particular, no veamos semejanzas crecientes entre Estados Unidos y China o Irán y Egipto, entre Israel y Palestina o Brasil y Argentina. Tampoco estoy seguro que el Reino Unido y Francia, o Polonia y Hungría, se asemejen. Es más fácil aceptar la idea que países con tecnologías y sistemas de comunicación comunes mantendrán sistemas políticos y creencias religiosas opuestos y tan contradictorios como fueron la Alemania de Hitler y la Inglaterra de Churchill, o como actualmente son China e India. De tal manera que siento la necesidad de definir, desde el comienzo, mis hipótesis. Creo en la unidad de la historia del mundo actual y futuro. Creo que el enfrentamiento entre los defensores de las libertades y sus enemigos, así como las condiciones de la victoria de las libertades y del bienestar son los mismos, y lo seguirán siendo aún más, en todas partes del mundo. A tal punto que alguien más joven y osado que yo, podría escribir hoy, a grandes rasgos, la historia del siglo xxi. Les pido que me permitan tomar este riesgo inmenso, que no estoy seguro poder resolver y que hagamos juntos el esfuerzo intelectual que requiere tal aventura, no más arriesgada en realidad que la exploración de Marte o de la Luna. II. La hegemonía occidental Mi atajo para superar tantas dificultades es utilizar un método o, por lo menos, un lenguaje histórico. Porque en realidad no se trata de imaginar una sociedad posindustrial, sino de partir de la caída, del agotamiento y de la destrucción del modelo histórico dominante, no de la sociedad industrial o del capitalismo en general, sino, de una manera más precisa, de la sociedad occidental, capitalista, heredera a la vez de la Ilustración y de las conquistas coloniales. Una sociedad con una extrema concentración de recursos en manos de una élite dirigente reducida, masculina y nacional; sociedad que impone a todos una fuerte dominación tanto social como colonial y que está atravesada a su vez por principios sagrados religiosos, nacionales o patrióticos, heredados de un pasado lejano todavía influenciado por luchas sangrientas contra el poder religioso, los privilegios de la aristocracia y los rentistas. Este sistema de producción, de conquista y de dominación fundamentalmente inglés, más que francés o alemán, ha dominado el mundo entero a partir de la victoria de los holandeses, y luego de los ingleses contra los españoles, hasta la victoria de los norteamericanos contra los ingleses entre las dos guerras mundiales. El orgullo utópico del Occidente hegemónico identifica sus propios caminos de modernización con la misma Modernidad. Para la ideología dominante no había otro camino posible hacia ésta, lo cual es un error fundamental y peligroso. La Modernidad se define antes que nada por la importancia central que le otorga al universalismo, no solamente de la razón y de los derechos fundamentales, sino también de las religiones o de las filosofías que abarcan la totalidad de la especie humana. La Modernidad no puede identificarse con las modernizaciones, los procesos o las vías que conducen hacia ella. Los procesos de modernización están en gran parte determinados por la historia y por la cultura. Lo nuevo no se fabrica únicamente con elementos nuevos, sino también con lo antiguo, con idiomas, con recursos, con herencias recibidas de un pasado muchas veces lejano. El futuro se construye también con relatos interpretativos de la historia. Cualquier sociólogo rechaza rotundamente la ilusión de las naciones que tratan de imponer la idea de que su modernización es por sí misma la única posible, es decir, que es la Modernidad misma. Los occidentales, y en primer lugar los ingleses, que han construido el imperio moderno más grande, han tratado de imponer al mundo la voluntad de identificar su civilización con la Modernidad. Esta pretensión del Occidente todopoderoso de identificarse con Dios, la paz, el progreso o con la felicidad de todos parece extraña, porque entra en contradicción con su propia experiencia histórica. Los países modernos, racionalistas y tolerantes, han sido también conquistadores, colonizadores y esclavizadores. A tal punto que la historia del Occidente moderno, dominada por una fuerte secularización, lo ha sido también por la transformación constante de métodos no solamente de dominación sino de exclusión, como lo ha mostrado, entre otros, Michel Foucault. En los países donde la Iglesia católica ha estado estrechamente vinculada con el poder central, los principios de libertad y de igualdad han sido limitados o negados más sistemáticamente que en los países protestantes. El poder de la sociedad y de sus ideologías morales respecto a las minorías culturales puede ilustrarse con las expulsiones de los judíos, la destrucción de los protestantes por el Estado católico en Francia y también con la negación de la ciudadanía británica a los católicos en Gran Bretaña, incluso después de la Revolución Francesa. El mundo que ha inventado las libertades fundamentales es también responsable de la trata de negros y de la deportación de los africanos hacia las plantaciones de Brasil o de Virginia. No estoy diciendo que los caminos europeos de la modernización hayan sido más violentos o dominantes que

RkJQdWJsaXNoZXIy MTY4MjU3