Rúbricas 7

25 Hay que tener claro que los dos mitos no buscan consagrar o legitimar la violencia en las civilizaciones, aunque pueden ser utilizados para reforzarla o justificarla. Estos mitos, en tanto relatos etiológicos, reflejan realidades vividas, pero como no se entienden por sí mismas, los mitos intentan explicar el porqué de su existencia. En este caso es el del poder y la violencia siempre presente y con una ascendencia sin límites. Los dos mitos en su esencia, al develar la violencia sin ropajes ideológicos de quienes tienen el poder, se convierten en voz crítica de esta violencia sinfín de las guerras. Es interesante que los mitos sobre la fundación de la polis griega, no tienen esta función crítica de la civilización. En ellos aparecen los dioses como los fundadores de la polis; para sus pensadores, la ciudad dejó atrás el subdesarrollo e incertidumbre humanos para dar paso a la plenitud de la civilización con todas las virtudes. Tal vez por eso la civilización occidental es reticente a la autocrítica. Severino Croato, en su libro del génesis, tiene una lectura diferente del mito de Lámec, lo lee de manera liberadora en el contexto de genealogías hechas después o durante el Exilio. La genealogía de Caín-Lámec sería contrahegemónica en relación con los distintos imperios (Asirio, Babilónico, Persa…) debido a una sobreprotección, ser vengado “setenta veces siete”. Yo prefiero verlo más como autocrítica desde el exilio de todas las guerras experimentadas por el pueblo y registradas en sus tradiciones: tanto como protagonista como víctima. Por ejemplo, la guerra contra la tribu de Benjamín por la violación de la concubina de un levita es un retrato de cómo una injusticia es cobrada con una justicia infinita. Jueces 19 narra la historia de una pareja, un levita y su segunda esposa que en un viaje se hospedan en Guibeá. Los hombres de la ciudad quieren abusar del levita, el dueño de la casa, por las reglas estrictas de hospitalidad no lo permite y ofrece a sus hijas, el levita por cortesía saca a su mujer y los hombres abusan de ella hasta morir. En reacción a esa injusticia el levita la descuartiza y la exhibe por toda la tierra de Israel. La reacción de las tribus frente al cuerpo mutilado fue tan desmedida que casi acabó con la tribu de Benjamín. (Y aquí tiene mucho que ver la forma cómo se comunicó el crimen a las tribus, es decir, el rol de los medios de comunicación. No era lo mismo mandar decir a las tribus que los hombres de Guibeá violaron a la concubina hasta acabar con su vida, que partirla en pedazos y llevar su cuerpo mutilado a la vista de todos los pueblos de Israel.) Esa forma de comunicarlo, más la testarudez de los benjaminitas de no entregar a los violadores para hacer justicia inmediata, ayudó a la medida desproporcionada del castigo que fue la casi exterminación de los benjaminitas. Yo creo que el mito de Lámec es una crítica, más bien autocrítica, a esta espiral de la violencia de quienes tienen el poder. El aporte bíblico sobre la justicia de Dios y el perdón como marco de referencia Los mitos vistos aquí no dan claves alternativas; por ser etiológicos sólo reflejan la crisis de las civilizaciones basadas en el poder como instrumento negativo cuando busca combatir aquello que no se sujeta a la ley y el orden, establecidos éstos para salvaguardar los intereses de quienes ejercen el poder. Por eso hay que buscar en otros relatos claves que ayuden a romper este círculo vicioso. Voy a incursionar por la vía del perdón, la justicia de Dios y la misericordia, como categorías bíblicas que rompen con la ley del fundamentalismo y muestran otro tipo de poder y empoderamiento. Una clave para incursionar por nuevos caminos que nos iluminen salidas es el breve diálogo entre Pedro y Jesús que aparece en Mt. 18.21-22. “Pedro se acercó entonces y le dijo: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.” Yo creo que Jesús tenía en mente el relato de Caín y su descendiente Lámec. Frente a la venganza infinita, la fe cristiana propone el perdón infinito. Perdonar setenta veces siete significa perdonar infinitamente. Algo complicado de seguir, pero es la propuesta para romper el círculo de la violencia. Por supuesto que no se trata de un perdón a la ligera, sino de un perdón liberador, transformador y sanador en donde todos se reconocen culpables y necesitados de perdón y todos piden perdón. En Colombia ese es el tema en el marco de los diálogos con las farc. Con esa actitud de perdón se entra a la mesa de diálogo para reparar y recomenzar una renovación de la conciencia. (Allí entra la restitución, la reparación y otros elementos bastante estudiados bajo el tema de reconciliación.) Cuando se habla de justicia de Dios y perdón, el evangelio es muy exigente: habla de un perdón incondicional, cuyo ejemplo divino es el que hay que seguir. El punto de partida es el efecto del pecado, que son las víctimas de la violencia y la autodestrucción del mismo violador por su deshumanización. Las víctimas son el lugar teológico que invita a todos y todas (instancias, personas e instituciones, empresas, iglesias), a dar un giro radical, a reconocer la complicidad, sea por acción o por silencio; a reconocernos todos como pecadores, y a pesar de eso acogidos por Dios. Esa es su justicia, Pablo lo plantea en Romanos así cuando escribe: “siendo aún pecadores, es decir ‘injustos y violentos’, Cristo murió por nosotros” para vivir una nueva vida regenerada sin el dominio del pecado (de la injusticia opresión, violación, explotación…). Se trata de un perdón que se ve en hechos concretos, en actos de justicia.

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