Rúbricas Número Especial 2

17 Según el diccionario, la indignación es “el sentimiento grande de enojo que genera un acto ofensivo o injusto”. Las expresiones del malestar juvenil que, en los últimos años, hemos visto aflorar en países como Egipto, España, Chile, Estados Unidos y México, acuden a novedosas formas de auto-identificación como: “los indignados”, “somos el 99%” o “#YoSoy132”, que desbordan los sistemas clasificatorios de los movimientos sociales en clave de política moderna. Esta forma de auto-dotarse de un nombre y de una palabra para reconocerse, desestabiliza, por decir lo menos, los sistemas de acuerpamiento social que han dominado la escena pública, a través de formas de reconocimiento de identidades prescritas –y muchas veces proscritas–, vinculadas a la “práctica” o lugar en la estructura social (obreros, campesinos, indígenas, estudiantes, mujeres), que definen al sujeto por su pertenencia a una identificación positiva; o, de otro lado, las formas de hetero y auto-reconocimiento ancladas en categorías raciales, partidistas, institucionales (los mexicanos, los vietnamitas, la izquierda, los desempleados, los okupas). Todas estas maneras de auto y heteroreconocimiento comparten una genealogía: la voluntad moderna de la clasificación, la obsesión por la claridad y transparencia de los orígenes y las pertenencias como garantía y justificación de las demandas. Hoy estamos frente a un territorio complejo, inestable, frágil, en el que las identificaciones se producen desde el hartazgo, desde el desencanto, desde la indignación, es decir, desde las emociones que operan como catalizadores, para bien y para mal de las expresiones de protesta. Me he preguntado, a lo largo de todos estos meses, si nuestros “instrumentos de conocer” están en condiciones de hacerse cargo de las transformaciones, no sólo de “la protesta” sino del sujeto que la protagoniza. Una primera cuestión estriba en una proliferación de formas de organización y enunciación sin centro; es decir, una transformación radical en los modos de concebir el liderazgo; la horizontalidad más que una bandera, es una apuesta explícita por desmarcarse de viejas culturas políticas. Una horizontalidad que no pocos analistas han confundido con falta de estructura. Una segunda cuestión es que todos estos procesos han implicado –para numerosos jóvenes– acelerados y profundos aprendizajes en los que se cruzan y mezclan sus dominios tecnológicos, su capacidad de uso de las comunicaciones, su velocidad para procesar información, con las formas, lenguajes, estrategias y dinámicas de la política más tradicional. En mi trabajo etnográfico, tanto en México como en Nueva York (donde pude seguir de cerca el movimiento Occupy Wall Street), encontré que se están produciendo dos gramáticas, dos Ilustración: Power Azamar Los años 2011 y 2012 fueron de agitación juvenil. Expresiones del desencanto y del cansancio frente a un sistema que decretó, por la vía de los hechos, la ausencia de lugar para las nuevas generaciones

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