Rúbricas 7

30 Primavera - Verano 2014 Pensemos –para retomar un ejemplo muy cercano a nosotros, terriblemente vivido por mí e intentado borrar nuevamente por la administración de Enrique Peña Nieto y los medios de comunicación– en las víctimas. Desde que en 2006 Felipe Calderón declaró su guerra contra el narcotráfico, miles de seres humanos tuvieron que soportar no sólo que a sus seres queridos se les secuestrara, se les asesinara, se les mutilara, se les decapitara, se les desmembrara arrojándolos como bolsas de basura sobre las calles o se les desapareciera vendidos en la trata o enterrados, después de ser sometidos a la disolución del ácido o en la cremación con diesel, en fosas clandestinas, sino que además, el Estado los criminalizara sometiéndolos al desprecio y a la injusticia; es decir, tuvieron que soportar la destrucción de sus derechos civiles y humanos; en una palabra, la destrucción de su humanidad, de su vida política. En 2011, alguien que había sufrido lo mismo dijo repentinamente “No”, “Estamos hasta la madre”, y junto con él, esos miles que hasta ese momento habían padecido la indignidad, la no aceptación de su humanidad y de sus derechos civiles, sin levantarse, la redescubrieron y dijeron también “No”. Ese “no”, parafraseo a Albert Camus en El hombre rebelde, significa, por ejemplo: “Las cosas han durado demasiado; hasta ahora habíamos aceptado la humillación a nuestro pesar; pero desde este momento ya no; hemos llegado a un límite que no sobrepasarán. No aceptamos otra cosa que no sea el reconocimiento, la aceptación de nuestro ser, de nuestra humanidad y de la justicia que nos deben, nos ponemos de pie, resistimos”. Desde el levantamiento zapatista en 1994, hasta nuestros días, los movimientos sociales más importantes –pienso en los occupy, en Los Indignados, en la llamada Primavera Árabe, en el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, del que tomé mi ejemplo, y podríamos extenderlo a cualquiera de los movimientos nombrados, particularmente el zapatista, o el #YoSoy132–, no han sido movimientos revolucionarios sino de resistencia. La distinción es importante. Un revolucionario pretende transformar el mundo, hacerlo mejor. Un resistente pretende simplemente preservar algo que se le arrebató: su dignidad, su mundo, su existencia política, su aceptación de sí, es decir, aquello que, en su particularidad lo constituye y lo hace humano dentro de un común. Desde el siglo xi, cuando Gregorio VII, con su Dictatus Papae,1 que sometió todo al papado, trató de llevar a cabo la primera reforma total del mundo –es decir, la primera revolución total en el sentido en que lo entenderían después la Revolución francesa, el nazismo o el bolchevismo– y desató la lucha entre los llamados poderes universales que trata1 1. El papa es señor absoluto de la Iglesia, estando por encima de los fieles, los clérigos y los obispos, pero también de las Iglesias locales, regionales y nacionales, y por encima también de los concilios; 2. El papa es señor supremo del mundo, todos le deben sometimiento incluidos los príncipes, los reyes y el propio emperador; 3. La Iglesia romana no erró ni errará jamás. ban de lograr el sueño del imperio romano, el Dominium mundi, las revoluciones han sido desastrosas. La de Gregorio VII concluyó en guerras, crímenes y hogueras. Las modernas en la guillotina, en Auschwitz o en el Gulag; las que vivimos –me refiero sobre todo a las del neoliberalismo y las revoluciones tecnológicas– van en camino de arrasar todo, de convertirnos en lo que en Auschwitz se llamó el musulmán: seres reducidos a cosas sin identidad, a carne animal sobre la que, amedrentada o estupidizada, se puede practicar cualquier tipo de incisión, de violencia, de humillación, de conducción o de rol. Quizá, por ello, los movimientos sociales de los últimos veinte años, no han sido revolucionarios. Los hombres y las mujeres que los conforman han sabido –de manera intuitiva, y a diferencia de los movimientos de otras generaciones– que, dadas las condiciones a las que nos han conducido todos los procesos revolucionarios, ya no queremos –como lo pensaba Camus– rehacer el mundo, sino simplemente “impedir que se deshaga”, es decir, preservar nuestra condición de seres políticos, defender –usaré la palabra de los zapatistas– “un mundo donde quepan muchos mundos”, en síntesis, resistir. La razón es compleja y tiene muchos puntos desde donde puede abordarse. Yo lo haré esta vez y de manera muy sucinta desde Giorgio Agamben. En su monumental obra, Homo sacer,2 Giorgio Agamben hace una distinción fundamental entre dos términos griegos: zoe (la vida animal o, como él la llama, la “nuda vida” o “vida desnuda”, la vida que todo ser viviente posee) de donde viene zoología, y bios (la vida organizada, la vida propiamente humana, la vida que nos damos y protegemos en una comunidad política). A lo largo de la Historia, los Estados se han arrogado el derecho de tomar la zoe humana (Cuando el Evangelio pone en boca de Jesús estás palabras: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, al referirse a esta última usa la palabra zoe, no bios, la vida que por ser expresión de Dios debe ser amada en sí misma.) y convertirla en bios, vida protegida. Para ello, han generado siempre formas de excepcionalidad. La figura más antigua que se conoce en Occidente de esa excepción, es, según Agamben, el homo sacer (el “hombre sagrado”), una figura del derecho romano arcaico que le daba al padre de familia la potestad sobre la vida de los hijos varones y a los magistrados sobre la de sus súbditos. Esa vida expuesta, esa zoe sobre la que se puede disponer hasta poderla matar sin que se cometa homicidio o sin que medie un rito sacrificial, es decir, un ordenamiento legal o religioso, era considerada sagrada en un sentido negativo: una vida desnuda, no una forma de vida dada y protegida por el Estado, sino una vida que –esa es la terribilidad de la excepción– sólo se incluye en el ordenamiento jurídico para excluirla. 2 Agamben, G., Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, España: Pretextos, 2010.

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