Rúbricas 7

31 En esta contradicción, que forma parte de la idea de soberanía, Agamben ve la estructura de lo que Michel Foucault llamó el biopoder. A pesar de que el poder del Estado moderno, dice este argumento, y cuando digo Estado moderno me refiero al que nació de las revoluciones originadas por la Ilustración y 1789, sean liberales, fascistas o marxistas–, se afirma como protector jurídico de una forma de vida, es decir, de la bios, en realidad se basa en la excepción, es decir, en la capacidad de ordenar la vida desnuda y moldearla para el servicio del poder –la forma de vida, la bios, debe ser única y exclusivamente la que el poder determina– y, si no, queda en el territorio de la vida animal, no protegida, sobre la que cualquier poder puede disponer. En ambos casos, el ser humano es sólo y simplemente vida desnuda, vida animal sometida, como en un circo, al poder de la institucionalidad del circo, o abandonada al territorio de la cacería. Desde la óptica del biopoder toda vida es controlable, desarrollable, disponible y a la vez eliminable –la palabra “recurso”, con la que se califica al ser humano que entra en el ordenamiento de la vida laboral lo define bien: el ser humano es un recurso de la vida social y política que sirve a ella: se le protege, se le educa, bajo las instituciones del poder, para disponer de él o, de no ser necesario, para marginarlo o dejarlo morir–. De tal forma que lo que en el derecho romano arcaico era un fundamento oculto de la soberanía delimitado por la excepción, en el poder político moderno es una realidad dominante. Bios y zoe no sólo se han mezclado como el agua y la tierra en un lodo –no sabemos ya dónde empieza lo natural y dónde lo político, dónde nuestra vida desnuda y nuestra vida civil–, sino que al mezclarse, el soberano ha dejado de tener la potestad de decidir cuál es la vida a la que se puede matar sin cometer homicidio, para convertirse en aquel que juzga sobre el valor o desvalor de una vida asesorado por otros poderes: los del jurista, los del médico, los del pedagogo, el planificador, el empresario, el economista, el arquitecto, el publicista, incluso, por el de los criminales (cuando Felipe Calderón decidió que los muertos y los desaparecidos de la guerra contra el narcotráfico eran producto del crimen organizado –“se están matando entre ellos”– o de las bajas colaterales –muertos necesarios–, había decidido por el valor o el desvalor de una vida a partir de los criterios criminales –en síntesis, por los expertos de toda laya que deciden sobre el ordenamiento de la vida dentro de la polis–). Visto desde allí, la vida política no es la vida que, como lo dice la palabra democracia, la gente se da a sí misma, de manera autónoma, sino la que le impone la excepción de múltiples soberanías en simbiosis con el Estado –de allí, por ejemplo, el no reconocimiento de la autodeterminación de los pueblos indios; de allí el problema de la eutanasia y el encarnizamiento terapéutico, de allí el control del aprendizaje por la escuela, una realidad innata en el ser humano; de allí la democracia reducida a los intereses económicos y de poder de los partidos; de allí la marginación de poblaciones enteras que no pueden entrar en los controles del Estado y cuya imagen la encontramos en el migrante y en la víctima; de allí, en síntesis, el sufrimiento de la vida humana reducida a zoe dentro de la mal llamada protección política del Estado–: una vida expuesta al control del poder, y sus múltiples rostros, o a la muerte. Es en esa realidad que nos despoja de nuestra autonomía, de nuestro ser político, de la verdadera vida común, donde surge la resistencia. Los más recientes movimientos sociales hablan y muestran ese afán. No quieren, como he dicho, cambiar el mundo, quieren conservarlo, conservar la dimensión política del que el llamado biopoder nos despoja bajo una especie de inclusión. Allí, en esas resistencias que nacen del reconocimiento de la dignidad, es donde el ser humano supera la excepción del poder y aparece la verdadera comunidad política. No sé, en medio de esta crisis civilizatoria que pone en evidencia las contradicciones del poder, pero que también exacerba su necesidad de no cambiar ni de reorientar lo que, según Agamben, nació en Occidente como biopoder, si esos movimientos de resistencia puedan conservar la vida política no es la vida que, como lo dice la palabra democracia, la gente se da a sí misma, de manera autónoma, sino la que le impone la excepción de múltiples soberanías en simbiosis con el Estado

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